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La gestión sin reconocer los errores propios o La diferencia entre razonamiento y manipulación
La capacidad de algunas personas para no reconocer los errores propios y ser tan autoindulgentes consigo mismos, contrasta violentamente con su capacidad para culpar y recriminar a los demás cuando son otros los que comenten un error. Me llama poderosamente la atención esta ególatra faceta de Dr. Jekyll y Mr Hyde que veo alrededor mío bastante más a menudo de lo que personalmente me gustaría.
Para que vean hasta qué extremo llevan esta dualidad algunas personas, les voy a contar un caso que me llega de primera mano de la empresa de un conocido. En este caso, nuestro bipolar personaje es un directivo de dicha empresa, pero saben ustedes tan bien como yo que perfectamente podría ser un trabajador de base, un sindicalista, un político o cualquier individuo de los ecosistemas faunísticos en los que nos movemos cada día.
Para ponerles en antecedentes, como es tristemente habitual hoy en día, la empresa de mi conocido atraviesa una situación muy complicada. La política de personal se ha deteriorado en paralelo a la cuenta de resultados. Ello ha traído, además de la preocupación y temor por el futuro que viene, que la gente esté muy descontenta en su puesto de trabajo, puesto que las políticas de Recursos Humanos y de la dirección para incentivar a los empleados son prácticamente inexistentes en el mejor de los casos, aunque más bien debería decir que ahora Recursos Humanos se dedica a hostigar a la plantilla con un modus operandi más propio de una empresa tercermundista.
Conscientes de que podía haber un problema, hicieron una encuesta entre los empleados sobre el ambiente de trabajo. Los resultados fueron desastrosos. Los directivos debieron estar dándole muchas vueltas al tema hasta que encontraron una forma de intentar saber cuál era la causa de tan mal ambiente, y cómo solucionarlo. La respuesta les aseguro que les dejará boquiabiertos. El directivo que antes les citaba, reconoció públicamente que los resultados de la encuesta eran malos, pero que como hay que interpretarlos es desde el punto de vista de los resultados de la empresa. En las empresas en las que la gente está contenta, la empresa obtiene buenos resultados. Por lo tanto, la razón por la que la empresa iba tan mal era precisamente porque los empleados están descontentos. ¡Cómo los empleados de esta empresa no se habían dado cuenta antes!. Su descontento no sólo no es una consecuencia de la mala gestión, sino que los malos resultados de la empresa son culpa suya. Tratemos de analizar este hilarante razonamiento, porque, por difícil que parezca, de él se pueden sacar algunas conclusiones interesantes.
Para empezar hay que decir que una cosa es intentar llegar a conclusiones con los datos en la mano, y otra muy distinta es tener a priori un objetivo claro al que se quiere llegar, y en base a ello articular los razonamientos que sean necesarios para poder concluir lo que nos interesa. Lo primero es razonamiento. Lo segundo es burda manipulación. El problema del directivo en cuestión del que les hablo es que estaba tan ofuscado por la meta a conseguir, que no se dio cuenta de que su manipulación resultaba tan evidente e irracional, que a mi conocido le consta que el efecto que consiguió en los empleados fue justo el contrario al que se proponía: no solo no convenció a nadie, sino que su imagen profesional se vio seriamente perjudicada. Es lo malo de tener un objetivo incoherente, que a menudo los medios para lograrlo son aún más incoherentes que el objetivo en sí mismo.
El problema no es de plantilla contra directivos. Es de personas que razonan e intentan mejorar día a día contra personas que sólo tratan de alcanzar por todos los medios un objetivo que personalmente les puede interesar en un momento determinado. El centro de nuestra diana en este caso está en un directivo simplemente por casualidad: no estamos criticando perfiles sino actitudes, y las actitudes puede adoptarlas cualquiera, eso sí, dependiendo del cargo que se ocupe su transcendencia es radicalmente distinta.
Una segunda conclusión interesante requiere analizar un poco más el perfil psicológico del directivo. ¿Qué subyace bajo su forma de razonar? ¿Qué ofusca tanto a nuestro directivo como para no dejarle ver lo absurdo de su razonamiento que raya en el ridículo?. Su relativismo moral. Él tiene un objetivo tan claro, defender su gestión, que todo vale moralmente para conseguirlo. Todo lo que le beneficie para alcanzar su objetivo está permitido y es bueno per se. Su moralidad es tremendamente maleable. De lo que no se da cuenta es que, afortunadamente, la mayoría no es igual que él, y lo que a él le parece lógico y defendible para los demás es hilarantemente irracional e irritante.
Estarán de acuerdo en que el primer paso para poder corregir un error es reconocerlo. Si no eres consciente de que estás haciendo algo mal, difícilmente vas a poder corregir el rumbo. Y no corregir el rumbo en una empresa que va de mal en peor sólo tiene dos futuros posibles: o bien el fin de la empresa, o bien el fin de la carrera del directivo responsable en la empresa. No hay más soluciones posibles a esta ecuación. Tan pronto como mi conocido me traiga noticias frescas de su empresa, prometo contarles el desenlace y ver si podemos aprender algo más de ello. Ya que nuestro directivo no es capaz de aprender de sus propias equivocaciones, nosotros trataremos de demostrarle que no sólo se puede aprender mucho de los errores propios, sino también de los ajenos, para lo cual él nos viene muy bien.
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La quema de libros está obsoleta o Cómo la digitalización facilita la perpetuación de la homogeneización cultural
La quema de libros es un símbolo muchas veces enarbolado a lo largo de la historia. Hay hogueras literarias que van desde la quema de libros llevada a cabo por los nazis el 10 de Mayo de 1933 como parte de su “Acción contra el espíritu anti-alemán”, hasta la quema de libros relatada por Cervantes en su magistral novela de ficción “Don Quijote”, que empieza con el caballeresco “Las sergas de Esplandián” a proposición del barbero. Son episodios que se suelen grabar en la memoria del que los lee, puesto que los libros hoy en día se consideran en general un bien cultural, y su destrucción a gran escala toca la fibra sensible de muchas personas que ven en la cultura un vehículo de progreso socioeconómico.
En este post en concreto, no quería hablarles de la quema de libros en sí misma, sino más bien de cómo la tecnología del siglo XXI puede facilitar enormemente esta tarea a todo el que esté dispuesto a prender la mecha. La digitalización de libros, música, etc. es algo que ya se viene materializando desde hace unos años. Su avance es apabullante, y podemos decir que dentro de unos años casi todas las obras literarias y musicales de la humanidad acabarán por estar únicamente en soporte electrónico. Las ventajas que ello supone con incontables, pero también hay algunas amenazas en las que no se suele reparar muy a menudo. Una de ellas, y creo que la más impactante, sería el encender una hoguera digital.
Hasta ahora, organizar una quema de libros era algo que requería mucho más esfuerzo y organización, y su efectividad real era relativa. Una quema de libros era más bien un acto simbólico por el que los que mantuviesen ocultos ejemplares de las obras incineradas pasaban a saber que estaban corriendo un riesgo cierto. Ahora, y más aún en un futuro próximo de libros exclusivamente electrónicos y Spotify, eliminar un libro o una canción de los anales de la historia se limitará a un simple click hecho por la autoridad que ejerza la censura. Simplemente apretar un botón y automáticamente las obras se borrarán para siempre de librerías, bibliotecas, editoriales… y los usuarios ya no tendrán acceso a ellas. Goebbels, el Ministro de Propaganda e Información nazi, nunca habría ni siquiera soñado con algo así, ¿No creen?.
Esto abre una nueva puerta a los mecanismos que los regímenes totalitarios utilizan para imponer sus habituales homogeneizaciones culturales, bien sea por parte de regímenes de izquierdas, bien sean de derechas. Imponer un credo político-social al pueblo será mucho más fácil, y lo que es más impactante, esta homogeneización cultural no sólo se impone para las generaciones presentes, sino que, borrando para siempre una obra, se impone también automáticamente para las generaciones futuras. El totalitarismo no será una opción, será LA opción, porque no habrá otra alternativa ideológica que esté plasmada en ninguna obra a disposición del público ni que pueda servir para hacer que los ciudadanos aspiren a un sistema diferente. Y recuerden los riesgos de la homogenización cultural que ya analizamos en el post “La dictadura de la mayoría o El democrático exterminio de las notas discordantes”. Como siempre les digo, el futuro es impredecible, y nunca se sabe cuándo la sociedad va a necesitar unas determinadas ideas para poder asegurarse su supervivencia.
Pero en el proceso de digitalización cultural no todo es totalitarismo e imposición inevitable. Tengan en cuenta que la gran ventaja de los contenidos digitales no sólo es que se puedan borrar con un solo click, para desgracia de los totalitarismos, también se pueden copiar con un simple click. Además añadiría que ocupan muy poco en comparación a un libro impreso, tan sólo unos bytes en un disco duro de un servidor que puede estar ubicado en algún lúgubre y recóndito lugar del planeta, esperando pacientemente a que alguien de la Resistencia se lea unos párrafos.
La reflexión que pretendía hacer hoy con ustedes es que con la digitalización cultural la censura cambiará radicalmente su modus operandi, pero también lo harán los medios para saltársela. El otro día un buen amigo me comentaba una de las frases que dijo Hermann Göring, nazi fundador de la Gestapo: “Cuando oigo la palabra cultura, cojo mi revólver”. En cualquier caso, ya no hará falta que se lleve la mano a su pistola Walther PPK, lo único que deberá coger es el ratón, hacer click y provocar un apagón digital selectivo. A partir de ese momento, esas obras censuradas pasarán irremediablemente a formar parte de la oscura Internet oculta: accesibles únicamente para el que se atreva a arriesgar su vida bajo el omnipresente escrutinio del Gran Hermano digital.
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La importante cultura del esfuerzo o Cómo contribuir a construir un futuro mejor
Hoy pretendo contarles por qué este blog puede traerles artículos (espero) de cierta calidad. No crean que les voy a dar una lista del estilo a “Los 10 mejores trucos para un blog de éxito”. Espero no decepcionarles, pero eso lo dejo para otros blogs más comerciales y con más difusión que mi modesto blog, porque además sé que a ustedes, como a mí, les gustan las cosas más profundas, detalladas y reflexivas. Éste es un post muy autorreferencial, espero que sepan apreciarlo.
Antes de nada, aclarar que, para poder obtener un buen resultado, hay que tener debajo un buen sustrato que pulir. Como para todo en esta vida, hay ciertas cualidades necesarias para poder escribir posts como los que les traigo habitualmente, pero también es cierto que todo el mundo puede perfeccionar las habilidades que todos tenemos, y que una parte importante de ellas también se pueden aprender.
Remontémonos a los años ochenta durante unos párrafos. En aquella década yo era un feliz colegial que trataba de aprender en la EGB, y que, como tantos otros niños, daba la casualidad que apuntaba a tener ciertas habilidades para la escritura. Fui aprobando las distintas asignaturas de Lengua con mayor o menor éxito, hasta que, en octavo de EGB, topé con “El Lagarto”: un profesor de Lengua muy pero que muy peculiar, al que nombro por su apodo desde el cariño y el respeto. Acostumbrado uno a que mis redacciones soliesen gustar al profesorado, y a que por lo tanto consiguiese buenas notas con ellas, llegué a topar con una infranqueable barrera por la que “El Lagarto” empezó el curso poniéndome seises y sietes. Servidor, que de primeras se sintió poco valorado, dio un cierto margen de confianza a la situación. Poco a poco, no sin cierto esfuerzo por mi parte, los seises y sietes se convirtieron en sietes y ochos. Pero aún no habíamos llegado ni a mitad de curso, y veía que mis expectativas no se correspondían con los resultados que obtenía. Redoblé mis esfuerzos, pero aun así no lograba pasar nunca del ocho. A mitad de curso, cada vez que “El Lagarto” repartía las redacciones corregidas, empezó a añadir en mi caso la coletilla de “Creo que puedes hacerlo mejor”.
Uno, que en su impaciente adolescencia estaba a aquellas alturas ya más quemado que la moto de un hippy, no podía soportar más aquella sonrisilla provocadora con la que semana tras semana pronunciaba una y otra vez aquellas palabras: “Puedes hacerlo mejor”. El curso avanzó hasta casi terminar, y yo no había pasado todavía del ocho. Me parecía que, más que enseñarme, “El Lagarto” se reía de mí con sorna. A punto estuve de desmotivarme y tirar la toalla por no conseguir unos resultados que a mí me parecían justos según la calidad que yo creía ver en mi trabajo. Llegó el fin de curso, y sólo en la última redacción la sonrisilla se volvió una sonora carcajada. “El Lagarto” me entregó la última redacción corregida, y por fin ponía en color azul, rodeado por un círculo, un ansiado y flamante diez. “El Lagarto” me miró fijamente, disfrutando y paladeando cada detalle de mi reacción en aquel momento. Apenas encontró en mí mayor respuesta que la satisfacción fugaz de un objetivo cumplido, ignorante como era de haber perseguido en realidad un ideal hacia el que había sido didácticamente dirigido por mi perseverante profesor.
Las conclusiones que podemos sacar de todo esto son interesantes, en especial para nuestros hijos y la educación que les estamos dando. Conseguir un objetivo no es nada didáctico, ni nos ayuda a aprender ni a progresar. Es perseguir incansablemente un ideal, y el esfuerzo que nos cuesta conseguirlo, lo que nos permite superarnos personalmente y mejorar día a día. Ser listo no tiene mérito ni sirve para nada si uno no aprende a esforzarse por conseguir lo que quiere. El afán de superación nos lleva al perfeccionamiento. El esfuerzo, a valorar el resultado y a querer mantenerlo. Es por ello por lo que la falta de cultura del esfuerzo en la sociedad actual me hace pensar que no estamos en el camino correcto. Creo que me siento un poco como Virginia Woolf cuando escribió su famosa frase: «Me veo como un pez en una corriente, desviado, sostenido, pero no puedo describir la corriente». Tal vez no podamos describir con precisión la corriente de la sociedad en la que vivimos, pero sí que creo que en este post ustedes y yo podemos vislumbrar la badina del río hacia la que debemos nadar contracorriente. En las aulas y en casa se deberían dar menos simples e inútiles reconocimientos como “qué listo es mi chico o chica”, y enseñar más a tratar de conseguir lo mejor a lo que pueda aspirar cada uno con las cualidades personales que tenga. De listos están llenas las listas del fracaso escolar. Es correcto evaluar el resultado, pero también es necesario valorar el esfuerzo personal que a cada uno le cuesta conseguirlo.
Me gustaría despedirme de ustedes por hoy, o más bien debería decir que me gustaría despedirme de “El Lagarto”. No sabía dónde paraba ahora mismo, hasta que un apreciado compañero suyo me contó que ya no está entre nosotros. Supongo que, aunque sea después de tantos años, le habría gustado leer lo que les he contado hoy. Lo que sí tengo muy claro es que, si no hubiese sido por él, servidor seguramente no estaría escribiéndoles estas líneas. A pesar de que, en su momento, mi juventud no me permitió ver la magistral y didáctica lección que me estaba dando, el paso de los años y la experiencia me han enseñado a valorar y a comprender lo que él hizo por mí, sin ni si quiera obtener a cambio ni un triste reconocimiento por mi parte. La adolescencia es así, muchas ideas y energía, pero poca experiencia y madurez. Desde aquí un fuerte abrazo para “El Lagarto” y, sinceramente, gracias. Es ley de vida, y sé que nuestro infantil egoísmo sólo nos permite corresponder a nuestros educadores y progenitores haciendo a su vez nosotros lo mismo con las generaciones venideras, sin esperar tampoco nada a cambio más que la esperanza de estar poniendo nuestro granito de arena para construir un futuro mejor. Por lo que a mí respecta, prometido queda para saldar mi deuda.
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La creatividad en la locura o El delicado equilibrio de la cordura
Recientemente he tenido la ocasión de vivir de cerca los problemas mentales de un amigo íntimo, y sus involuntarias incursiones en el mundo de los «renglones torcidos de Dios». Estos problemas, así como sus creativas cualidades personales, me han hecho plantearme ciertas reflexiones que me gustaría compartir aquí con ustedes.
Es necesario empezar quitando algo de hierro a las enfermedades mentales. Es cierto que son afecciones graves, y que por lo general hacen sufrir al paciente más que otras dolencias, pero lo cierto es que la mayor parte de las personas se ven afectadas a lo largo de su vida por algún tipo de trastorno mental. Evidentemente hay un estigma asociado a este tipo de desórdenes, por lo que muchas veces se oculta celosamente un sufrimiento que debería inspirar más solidaridad que otra cosa. Nadie trata de ocultar que se ha roto un brazo, pero cuando es nuestra mente lo que falla, parece que reconocerlo abiertamente es motivo de incomprensión e incluso de exclusión social.
Por otro lado, esas líneas divisorias entre cuerdos y no cuerdos que tan artificialmente traza la sociedad, no son más que un difuso límite de falsa autoprotección que no existe en la realidad. Todos somos muy cuerdos para ciertas cosas, y podemos llegar a ser seres delirantes para otras. La diferencia sólo estriba en la situación que nos toca vivir en cada momento. El que hoy es cuerdo, mañana no lo es. El que es muy cuerdo para unas cosas, es a la vez poco equilibrado para otras.
Lo que tantas veces hemos leído sobre famosos genios de la humanidad, he tenido ocasión de corroborarlo con el modesto caso de mi amigo. Hay cierto grado de locura en la genialidad, y cierto grado de genialidad en la locura. Las personas con trastornos mentales suelen ser capaces de desarrollar extraordinarias dotes de creatividad, y a la vez las personas más creativas tienen personalidades que flirtean con las líneas que borrosamente dividen el mundo de los cuerdos del mundo de los no tan cuerdos. Esto tiene una clara explicación, y es que la imaginación y la creatividad son armas de doble filo, que tan pronto nos permiten crear nuevas realidades, ideas u obras, como nos trasladan a un irreal mundo paralelo. No hay más que escarbar. El precio de poder ver donde los demás no ven, y poder crear partiendo de un lienzo o un folio en blanco, puede tener una amarga contrapartida mental.
La estabilidad emocional y mental es algo que te viene dado, no tiene mérito. Yo valoro en esta vida lo que cuesta esfuerzo conseguir, por ello me gusta más la estabilidad inestable del que se esfuerza por caminar sobre el límite entre la cordura y la locura sin caerse al otro lado. Además, los monstruos que están más allá de la raya, a pesar de infundir terror y sufrimiento, hacen que al traspasarla siempre se vuelva al mundo de los cuerdos, además de con fantasmas mentales, con alguna idea creativa y original que se puede desarrollar desde la cordura recién recuperada.
La locura del genio no es algo que se elija, es algo con lo que se nace, y que se manifiesta según los disparaderos en los que nos pone la vida. La cordura absoluta no existe, y en todo caso, la poca cordura que de verdad queda en este mundo nos viene dada. La cordura no tiene mérito alguno. Lo que tiene mérito es la determinación por no parar de intentar mantenerse continuamente en el lado de los cuerdos. Tengan cuenta que lo que hace bella a la bailarina es su esfuerzo constante por mantener el equilibrio.
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Por qué muchos Millenials son ambiciosos desmedidos o La expansión de la brecha salarial en las empresas
Como ya les comenté en un reciente post, a través de un tuit de un amigo extuitero supe que Linkedin realizó una simpática encuesta a nivel mundial que tiene relación con el ambiente de trabajo en nuestras empresas y cuya pregunta era bastante curiosa: “¿Sacrificaría usted una amistad en el trabajo por conseguir un ascenso?”. Ya comentamos en dicho post «El deslumbramiento por ignorancia en el mundo laboral o El fatuo reflejo de las falsas apariencias» algunos aspectos de esta encuesta y de las actitudes de nuestros más jóvenes profesionales, pero en esta ocasión quiero abordar un tema que no analizamos en su momento: las causas de este brusco giro de valores en unas pocas décadas. Les recordaré que los resultados de la encuesta arrojaron que el 68% de los Millenials (generaciones nacidas en los noventa) contestó que no dudaría en hacerlo. Similar proporción a la de los Baby Boomers (generaciones nacidas en los cincuenta y sesenta) que contestaron que ni se lo plantearían. Como les dije en su momento, en mi entorno laboral ya había detectado una sensible superpoblación de ambiciosos desmedidos entre la gente joven, más populosa cuanto más jóvenes son las generaciones. Por este motivo empecé a interesarme por el tema de la influencia de la deriva generacional en este tipo de comportamientos tan despersonalizados y destructivos.
Sin entrar a juzgar qué planteamiento es más ético, cuestión evidente para un cuasi-Baby Boomer como el que suscribe, pasemos ya a reflexionar sobre las posibles causas.
Uno de los factores que considero primordiales en la mente de una persona que aspira a algo (como un ambicioso desmedido a un puesto de responsabilidad), es que el ansia es mayor cuanto mayor es la recompensa. Pero, ¿Es mayor el ansia de los Millenials que la de los Baby Boomers?. Seguro. No tienen nada más que analizar la evolución de la brecha salarial en las empresas. En los 70 la diferencia entre el sueldo de los altos ejecutivos y los trabajadores en USA era de unas veinte/treinta veces. En 2012, la remuneración recibida por los ejecutivos de las compañías del S&P500 multiplicó por 354 la del resto de trabajadores. A mayor recompensa, mayor desesperación por conseguirla, evidentemente. Y ello se traduce en que hay más elementos que caen en la tentación de hacer “lo que sea” por llegar a lo alto de la palmera y conseguir el ansiado coco.
Pero no nos quedemos aquí, creo que hay más motivos para el giro dado por los Millenials. Las generaciones de los cincuenta y los sesenta fueron generaciones fuertemente marcadas por la postguerra de la Segunda Guerra Mundial. Una contienda como aquella provoca en la población un sufrimiento tan extremo que hace que la gente valore más el poder llevar una vida sencilla y en paz. Los Baby Boomers eran felices simplemente sin tener conflictos bélicos relevantes, teniendo un trabajo, una casa, un coche y pudiéndose alimentar. Pero para la mayoría de los Millenials esto no es suficiente. Todo lo que a los Baby Boomers les parecía una meta a conseguir para sentirse satisfechos y felices, para muchos Millenials es tan sólo un raquítico mínimo exigible y exigido, y ponen su felicidad en conseguir otras cotas estratosféricas.
Una última causa es el ambiente de falta de ética generalizada que aqueja a las sociedades occidentales en los últimos años. La búsqueda desesperada del éxito por el éxito, el ansia por hacerse rico rápidamente, el no valorar la ética y la calidad personal, el poner el interés propio por delante del bien común… y así hasta completar un largo etcétera que hemos comentado ya en muchos otros postres y que sin duda son actitudes ante la vida erróneas que con su generalización han contribuido a contaminar a tantos jóvenes.
Una vez analizadas las causas, pasemos a ver las responsabilidades. Aquí les pediría que no caigan en el error de exculpar a nadie. Parte de la culpa de esta esta despersonalización y falta de ética la tienen los propios Millenials, son adultos y en el fondo saben perfectamente qué comportamientos son poco éticos. Otra parte de la culpa la tiene la degeneración de la conciencia social general del mundo en el que les ha tocado crecer. Y por último parte de la culpa la tienen también los Baby Boomers, que no los han sabido educar bien en los valores éticos que ellos mismos tenían y tienen.
Visto lo visto y mi propia experiencia, me atreveré a recomendarles que sean muy cuidadosos con los Millenials en sus ambientes de trabajo, ya sabemos de qué va el percal en la mayoría de estos casos. Ahora bien, cuando estas generaciones alcancen la madurez profesional y sean el alma de nuestras empresas, no me gustaría seguir en el mundo laboral, porque los ambientes de trabajo pueden ser totalmente explosivos. Y las consecuencias de este tipo de parámetros imponderables sobre la calidad y estilo de nuestras vidas es mucho mayor de las que a priori pueden ustedes pensar. En la mayoría de los casos (que son los menos evolucionados), la felicidad no es un estado per se, sino que es la consecuencia de multitud de factores que tienen una fuerte influencia sobre nuestras vidas, y uno de los más importantes son los valores de la sociedad en la que vivimos, y cómo en base a ellos interaccionamos con otras personas de nuestro entorno.
Me despido con una última cuestión: estarán de acuerdo en que, dado que hay males propios de la juventud y la inexperiencia, la pregunta clave de este post es: ¿Pensaban igual de poco éticamente los Baby Boomers cuando tenían la misma edad que tienen los Millenials ahora?. Ahí es nada.
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Cómo poner límites a niños y adultos o Lo excitante de cruzar las líneas infranqueables
En este post me gustaría llamarles la atención sobre un aspecto de la educación infantil que además es aplicable también a la mayoría de los adultos. Es un aspecto en el que la capacidad de entrever el futuro adquiere más relevancia si cabe. Les estoy hablando del arte de poner límites a un niño.
Ya hemos comentado otras veces cómo educar a nuestros hijos es uno de los retos más difíciles a los que se puede enfrentar una persona. Es un reto porque para ello no basta sólo con tener psicología o inteligencia, sino que a veces son necesarias dotes de visionario e incluso adivinador. Esto lo digo porque educar a un niño supone una sutil mezcla de aprender del pasado con lo ocurrido con generaciones anteriores, aprender del presente conociendo cómo son nuestros hijos en concreto y qué es necesario para cada caso particular, y entrever lo que ha de venir para poder adelantarnos a lo que nuestros hijos e hijas se enfrentarán en el futuro según el mundo que les toque vivir y según los eduquemos de una u otra manera.
Límites siempre va a haber en nuestras vidas, bien sea por limitaciones propias, bien sea por limitaciones impuestas desde fuera, o bien por limitaciones existentes en nuestro mundo. Pero es por una mezcla de curiosidad, y de encontrarlo en cierta medida excitante, por lo que los niños, y también los adultos, tantean los límites cada cierto tiempo para comprobar que siguen siendo efectivamente límites, no sin negar que a algunos les resulta muy tentador aventurarse a ver qué hay más allá de la línea infranqueable.
Es por ello por lo que los padres y las personas en general, al educar a nuestros hijos, debemos marcarles los límites con suficiente tiento como para saber que el niño siempre va a ir un paso más allá, y es nuestra capacidad de cálculo la que ha de permitirnos saber que, si no queremos bajo ningún concepto que el niño llegue a hacer ciertas cosas, que hay que ponerle el límite un poco antes, de tal manera que el límite más el inevitable rebasamiento del mismo no vayan más allá de nuestro objetivo real. Difícil, ¿no?.
Pero la cosa no queda ahí, con el paso de los años tenemos que hay cosas que por ejemplo inicialmente eran toleradas en la sociedad, y que ahora pueden pasar a ser motivo de marginación, aislamiento o incluso cosas peores. Con ello tenemos que la peligrosidad de los límites varía con el tiempo por muchos motivos, por lo cual no vale sólo con tener tiento para marcar los límites contando con la osadía innata en muchas personas, sino que además hay que contar con lo que el futuro nos va a deparar, o más bien, con lo que el futuro va a deparar a nuestros hijos. Ahí es nada.
Y algunos me dirán, ¿Límites para qué?. Conozco personas que educan a sus hijos sin castigarles, tratando de no ejercer sobre ellos autoridad. Mostrando ante nada mi respeto ante cualquier forma de educación bienintencionada por parte de cualquier padre, puesto que en personas normales un padre siempre procura lo que entiende es mejor para su hijo, siento tener que decirles que considero que los niños han de aprender a respetar siempre a una autoridad. Y algunos insistirán en preguntar ¿Por qué?. No voy a entrar en juicios de valor ni en razonamientos subjetivos, simplemente me voy a limitar a la práctica. Se puede afirmar que a lo largo de la Historia, las sociedades humanas han estado mayormente jerarquizadas durante la práctica totalidad del tiempo. Por muy autónomos que se crean ustedes, por mucho que piensen que su opinión es tan válida como la de sus dirigentes, por mucho que crean que tienen sentido común y raciocinio como para gobernar al 100% sus propias vidas, en la práctica casi siempre hay una entidad superior que se impone sobre ustedes. Por ello es por lo que les digo que el punto de vista práctico es que deben enseñar a sus hijos a respetar una autoridad que casi siempre ha estado ahí. Y no duden que, naturaleza humana mediante, esa autoridad va a ejercer como tal y hacer valer su poder sobre sus hijos, y les va a poner unos límites. Límites que si sus hijos franquean les traerán problemas. Y no les digo si será justo o injusto. Sólo les digo que el resultado será que les traerán problemas.
No se confundan, los límites de los que les hablo no son cortapisas, sino que suponen básicamente mantenerse dentro de la legalidad vigente y de los patrones socialmente aceptados. No les estoy hablando de poner a los niños más limitaciones de las estrictamente necesarias. Nunca hay que coartar la imaginación de sus hijos. Nunca hay que poner límites a su creatividad. Nunca hay que recortar sus aspiraciones más nobles. Nunca. En su aspecto positivo, esa afición por franquear los límites ha llevado a la humanidad a conquistar nuevas cotas. De lo que les hablo de poner coto a las amenazas, no de recortar las fortalezas.
Estarán de acuerdo en que los adultos, en realidad, no somos muchas veces más que niños grandes. Los adultos y los niños no somos tan diferentes, de hecho los unos son la proyección y el resultado de los otros. Muchas de las actitudes infantiles podemos observarlas también en los adultos con más o menos variaciones y evoluciones. En nuestras empresas, en nuestra sociedad, en nuestras familias… los adultos también se enfrentan a ciertos límites. Y es común que, al igual que los niños, los adultos tanteen de vez en cuando estos límites e incluso los franqueen.
Me despediré de ustedes con una frase de Konrad Adenauer: “Hay algo que Dios ha hecho mal. A todo le puso límites menos a la tontería”. Es precisamente a poner límites a la tontería lo que debemos enseñar a nuestros hijos porque, por muy listos que sean en ciertos aspectos, habrá otros en los que no lo sean tanto, y es en estos últimos donde más necesitan nuestra ayuda.
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Por qué a veces a los ricos también lloran y no se les reconoce nada o Cómo el deporte nacional roza a veces lo inhumano
Éste no pretende ser un post clasista. Tampoco pretende justificar algunas actitudes injustificables de algunas personas, sean ricas o no. De verdad, no pretendo nada más que contarles un caso concreto que me cae muy cerca y reflexionar sobre ello, porque el tema es más general de lo que parece y tiene mucha, pero que mucha miga.
Unos amigos tenían un negocio familiar que con el paso de las décadas fue a más. Acabó siendo una Pyme con varias tiendas y una buena imagen de marca. Antes de que la crisis arrasase España, decidieron vender su empresa, y obtuvieron por ello una buena cantidad de dinero. Por otro lado, he de decirles que se trata de una gente excepcional. Son educados, nada prepotentes, ni rastro de ningún sentimiento de superioridad, tratan a todos como iguales, siguen haciendo su vida sin cambiar sus costumbres desde hace cuarenta años, no les gusta alardear, ni son gastadores en absoluto. A buen seguro que tienen sus cosas malas como todos las tenemos, pero es del tipo de gente que yo catalogo como que merece la pena.
A sus hijos y nietos les han enseñado la misma educación que ellos tienen, y los niños están acostumbrados a que todas las tardes de verano, tras la piscina, sus padres abren la puerta de su garaje (que da al jardín de su urbanización) y ellos tienen que compartir sus juguetes con todos los niños. Lo que ocurrió una de las tardes del pasado verano realmente me sorprendió. Después de estar jugando todos los niños con los juguetes de los hijos de estos amigos, los padres dijeron que era tarde y que había que recoger. Entonces el hijo mayor le dijo a otro niño que si le ayudaba a recoger sus juguetes, con los que ambos habían estado jugando juntos. El niño le hizo la burla y le espetó: “No, porque vosotros estáis forrados”, y se fue a su apartamento. Piensen en ello detenidamente, que el tema trae cola. No les digo esto precisamente por la actitud del niño en concreto (se trata de niños que ni tan siquiera son adolescentes y a los que no se les puede culpar), sino por lo que oyen en su casa y por lo que sus padres les enseñan desde su más tierna infancia.
El problema ya no es este hecho concreto que les estoy relatando. El problema es que esta familia tropieza con este tipo de actitudes bastantes veces; no es un hecho puntual. Permítanme insistir en que no estoy defendiendo ni a ricos ni atacando a las personas con capacidad económica más limitada. Simplemente les estoy contando el caso concreto de una familia que, en mi humilde opinión, recibe un trato injusto, y que es algo más habitual de lo que a priori cabría esperar.
Inevitablemente estas actitudes me han recordado a algunos comentarios que criticaba @dlacalle tras la muerte de Rosalía Mera. Sin saber sobre esta mujer más que lo públicamente conocido, parece ser que fue una persona que se preocupó bastante por los más desfavorecidos. A su muerte llegué a leer tuits fuera de lugar que decían que ya ves como el dinero no lo da todo, y que ahora vendrá otro y ocupará su lugar. Con la difunta aún caliente, no era momento de hacer este tipo de comentarios, y tengan en cuenta que ni siquiera entro a juzgar su contenido, sino el por qué alguien dice algo así en esos momentos.
Y no se confundan, como decía mi abuelo, hay de todo en todos lados, y también hay muchos ricos despreciables, pero este post no va de ese tema, ni tan siquiera va de qué tanto por ciento de los ricos son personas censurables. Yo soy el primero al que verán criticar a personas, ricas o no, que sean inhumanas, que se crean superiores, que no sean empáticas, que no traten de ayudar a los que les rodean, etc. Pero también tengo muy claro que hay gente que está deseando que los que tienen dinero cometan algún error para poder criticarles con agresividad, y si no los cometen y no les pueden criticar abiertamente, como en el caso de nuestros amigos, pues o bien se lo inventan, o bien les odian en silencio por el mero hecho de tener más dinero que ellos, sin necesitar más justificación.
Pensando un poco más allá, se darán ustedes cuenta de que la conclusión final debe ser que, independientemente de que tengan ustedes dinero o no, si les ven felices, a sus hijos puede que les digan también que no les ayudan a recoger los juguetes que han compartido. Y digo “independientemente del dinero que tengan” porque algunos se confunden y les parece que persiguen la felicidad que creen ver tras la riqueza, pero en realidad la envidia no entiende de ceros en la cuenta corriente, sino de las muescas que los momentos que nos hacen felices van labrando en nuestros corazones. A nuestros amigos, los que les envidian les envidian porque creen que con ese dinero ellos serían felices. La gente busca la felicidad, y el error es creer que el único camino a la felicidad pasa por ser ricos, cuando en realidad la riqueza sólo es (a veces) un ingrediente más de una receta que es totalmente diferente para cada persona: lo que le hace feliz a su vecino no tiene por qué hacerle feliz a usted. Como ya les he dicho en alguna otra ocasión, traten de ser todo lo felices que puedan, pero procuren que no se les note demasiado. Si no, lo mínimo que les puede pasar es que sus hijos tengan que recoger ellos solos muchos, pero que muchos juguetes.
Y no olviden que estos hechos que les relato son tan sólo la punta del iceberg. En tiempos de tranquilidad, el límite suele ser que te suelten alguna delatadora fresca como la que le soltaron al hijo de nuestros amigos. Pero en tiempos revueltos, no duden en que veríamos como hay algún individuo resentido que pretende hacer pagar muy caro a los demás los odios propios que lleva reprimiendo durante años.
Napoleón decía: “La envidia es una declaración de inferioridad”. A lo que yo añadiría que además es algo propio de gente de mal perder. Admito que la gente envidiosa es más digna de compasión que de otra cosa, pero también es cierto que, en algunos casos, en muy difícil llegar a sentir compasión por estos individuos, porque los hay que, en su injustificado afán vengativo, tratan de hacer todo el daño que les es posible. Sin más. Recuerden que al lobo siempre se le ve el rabo por algún lado, y que en este caso el rabo es de un delatador color verde intenso.
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