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Las profundas cicatrices de la crisis o Cómo hay gente que ha recuperado la motivación en el trabajo
Hace unos años era raro encontrar un trabajador de origen español en trabajos de baja cualificación. Además, en ciertas profesiones en las que el trato al público es esencial, éste dejaba mucho que desear. Habrán observado ustedes cómo esto ha cambiado radicalmente a raíz de la profunda crisis que estamos padeciendo.
Tanto entre los camareros como en otras profesiones de baja cualificación, últimamente no sólo se vuelven a ver trabajadores de origen español, sino que además se les ve contentos, motivados, y esmerados en su trabajo. Antes de la terrible crisis que tenemos encima, los pocos trabajadores españoles que se veían en ciertos puestos, en general no parecían muy contentos a juzgar por su desempeño. ¿Qué es lo que ha podido hacer dar un giro tan radical en la atención al público?
Estarán de acuerdo ustedes en que la respuesta es bastante obvia, pero no por ello deja de merecer que la comentemos aquí. La motivación puede venir dada por dos factores antagónicos. Alguien puede estar motivado por la recompensa a conseguir con su trabajo (sueldo, posibilidades de promoción, etc.) o bien… alguien puede estar motivado por el mero hecho de tener la suerte de contar con un trabajo y poder comer cada día. En España pasamos de lo uno a lo otro tan sólo en cuestión de unos pocos trimestres.
En los días de vino y rosas, cuando por ejemplo un peón de albañil podía ganar dos mil y pico euros limpios al mes, se valoraba poco tanto el dinero como el medio para obtenerlo. Parecía que tener un trabajo era algo que se daba por sentado, puesto que todo el mundo lo tenía, y el salario se gastaba alegremente puesto que las perspectivas futuras auguraban aún más vino y más rosas.
Pero entonces llegó la maldita crisis. La rotación laboral extrema de ciertos sectores se frenó en seco, y el trabajador pasó a tomar una posición defensiva en su puesto de trabajo ante el lógico miedo a perderlo. No hace falta decir que por el camino muchos trabajadores perdieron su empleo y con él su medio de sustento; también muchos empresarios se arruinaron y tuvieron que cerrar sus empresas.
No lo olvidemos, con la crisis mucha gente lo ha pasado mal de verdad. No tener ingresos y tener varias bocas que alimentar en casa es una situación terrible. Ver pasar los meses mandando currículums y que no te llamen ni para una triste entrevista acaba incluso con la esperanza más persistente. Echarse a la calle habiendo asumido que se va a trabajar “de lo que sea”, y que ni aún con esas sea suficiente, mata tu futuro y el de tus hijos. Tratar de que los niños no sean conscientes del drama que se vive en casa es tarea imposible. No poder evitar acabar explicándoles qué está ocurriendo y por qué sólo comen en el comedor del colegio es peor aún. Los efectos psicológicos de verse en estas situaciones sin duda dejan profundas cicatrices en las personas. Son las cicatrices de la crisis. Recapacitemos, incluso el amargo trago de que a algunos nos hayan bajado el sueldo no es nada comparado con lo que les ha tocado vivir a otros.
En absoluto me gustaría que de este post sacasen ustedes como conclusión que el trabajador debe ponerse de felpudo sólo porque le den un trabajo. Nada más lejos de mi intención. La relación laboral es una relación entre dos partes con interés mutuo. Uno aporta capacidad de trabajo, y el otro le retribuye con un salario. Nadie hace favores a nadie. Pero recuerden que hemos entrado en este tema para saber por qué hoy en día hay gente que vuelve a estar motivada donde antes no lo estaba.
No sólo haberle visto las orejas al lobo, sino además haber sentido su dentellada en las carnes de tus propios hijos, hace cambiar radicalmente la concepción de la vida y el color de las gafas con las que se mira. La motivación es relativa. La visión que tenemos de la vida es relativa. No nos olvidemos pues de relativizar cuando vuelvan los días de vino y rosas, ni de relativizar en lo más profundo de la próxima crisis. Ni hemos de ponernos en el extremo de la vida alegre, ni en el extremo de la subasta moral de nuestra fuerza de trabajo. Y esto va tanto por trabajadores, como por empresarios: no debemos volver a olvidar nunca lo felices que debemos ser cuando no nos falta lo esencial.
Es triste que haya tenido que llegar una crisis así para que haya gente que vuelva a valorar lo que de verdad importa en esta vida, pero más triste es lo que les ha tocado vivir para dar semejante giro. Y no lo olviden, ahí fuera hay gente que ni siente ni padece porque han tenido la suerte de que la depresión apenas les ha rozado. A esos yo les diría que tengan algo más de empatía y solidaridad, y que, en todo caso, traten de aprender de la experiencia ajena, porque en esta vida nunca se sabe cuándo le va a tocar a uno el turno de pasar penurias. En cada vuelta de la vida hay alguien que va cambiando las sillas de sitio, y en cualquier momento puede que vayamos a sentarnos y nos caigamos al suelo.
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La gestión sin reconocer los errores propios o La diferencia entre razonamiento y manipulación
La capacidad de algunas personas para no reconocer los errores propios y ser tan autoindulgentes consigo mismos, contrasta violentamente con su capacidad para culpar y recriminar a los demás cuando son otros los que comenten un error. Me llama poderosamente la atención esta ególatra faceta de Dr. Jekyll y Mr Hyde que veo alrededor mío bastante más a menudo de lo que personalmente me gustaría.
Para que vean hasta qué extremo llevan esta dualidad algunas personas, les voy a contar un caso que me llega de primera mano de la empresa de un conocido. En este caso, nuestro bipolar personaje es un directivo de dicha empresa, pero saben ustedes tan bien como yo que perfectamente podría ser un trabajador de base, un sindicalista, un político o cualquier individuo de los ecosistemas faunísticos en los que nos movemos cada día.
Para ponerles en antecedentes, como es tristemente habitual hoy en día, la empresa de mi conocido atraviesa una situación muy complicada. La política de personal se ha deteriorado en paralelo a la cuenta de resultados. Ello ha traído, además de la preocupación y temor por el futuro que viene, que la gente esté muy descontenta en su puesto de trabajo, puesto que las políticas de Recursos Humanos y de la dirección para incentivar a los empleados son prácticamente inexistentes en el mejor de los casos, aunque más bien debería decir que ahora Recursos Humanos se dedica a hostigar a la plantilla con un modus operandi más propio de una empresa tercermundista.
Conscientes de que podía haber un problema, hicieron una encuesta entre los empleados sobre el ambiente de trabajo. Los resultados fueron desastrosos. Los directivos debieron estar dándole muchas vueltas al tema hasta que encontraron una forma de intentar saber cuál era la causa de tan mal ambiente, y cómo solucionarlo. La respuesta les aseguro que les dejará boquiabiertos. El directivo que antes les citaba, reconoció públicamente que los resultados de la encuesta eran malos, pero que como hay que interpretarlos es desde el punto de vista de los resultados de la empresa. En las empresas en las que la gente está contenta, la empresa obtiene buenos resultados. Por lo tanto, la razón por la que la empresa iba tan mal era precisamente porque los empleados están descontentos. ¡Cómo los empleados de esta empresa no se habían dado cuenta antes!. Su descontento no sólo no es una consecuencia de la mala gestión, sino que los malos resultados de la empresa son culpa suya. Tratemos de analizar este hilarante razonamiento, porque, por difícil que parezca, de él se pueden sacar algunas conclusiones interesantes.
Para empezar hay que decir que una cosa es intentar llegar a conclusiones con los datos en la mano, y otra muy distinta es tener a priori un objetivo claro al que se quiere llegar, y en base a ello articular los razonamientos que sean necesarios para poder concluir lo que nos interesa. Lo primero es razonamiento. Lo segundo es burda manipulación. El problema del directivo en cuestión del que les hablo es que estaba tan ofuscado por la meta a conseguir, que no se dio cuenta de que su manipulación resultaba tan evidente e irracional, que a mi conocido le consta que el efecto que consiguió en los empleados fue justo el contrario al que se proponía: no solo no convenció a nadie, sino que su imagen profesional se vio seriamente perjudicada. Es lo malo de tener un objetivo incoherente, que a menudo los medios para lograrlo son aún más incoherentes que el objetivo en sí mismo.
El problema no es de plantilla contra directivos. Es de personas que razonan e intentan mejorar día a día contra personas que sólo tratan de alcanzar por todos los medios un objetivo que personalmente les puede interesar en un momento determinado. El centro de nuestra diana en este caso está en un directivo simplemente por casualidad: no estamos criticando perfiles sino actitudes, y las actitudes puede adoptarlas cualquiera, eso sí, dependiendo del cargo que se ocupe su transcendencia es radicalmente distinta.
Una segunda conclusión interesante requiere analizar un poco más el perfil psicológico del directivo. ¿Qué subyace bajo su forma de razonar? ¿Qué ofusca tanto a nuestro directivo como para no dejarle ver lo absurdo de su razonamiento que raya en el ridículo?. Su relativismo moral. Él tiene un objetivo tan claro, defender su gestión, que todo vale moralmente para conseguirlo. Todo lo que le beneficie para alcanzar su objetivo está permitido y es bueno per se. Su moralidad es tremendamente maleable. De lo que no se da cuenta es que, afortunadamente, la mayoría no es igual que él, y lo que a él le parece lógico y defendible para los demás es hilarantemente irracional e irritante.
Estarán de acuerdo en que el primer paso para poder corregir un error es reconocerlo. Si no eres consciente de que estás haciendo algo mal, difícilmente vas a poder corregir el rumbo. Y no corregir el rumbo en una empresa que va de mal en peor sólo tiene dos futuros posibles: o bien el fin de la empresa, o bien el fin de la carrera del directivo responsable en la empresa. No hay más soluciones posibles a esta ecuación. Tan pronto como mi conocido me traiga noticias frescas de su empresa, prometo contarles el desenlace y ver si podemos aprender algo más de ello. Ya que nuestro directivo no es capaz de aprender de sus propias equivocaciones, nosotros trataremos de demostrarle que no sólo se puede aprender mucho de los errores propios, sino también de los ajenos, para lo cual él nos viene muy bien.
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Por qué muchos Millenials son ambiciosos desmedidos o La expansión de la brecha salarial en las empresas
Como ya les comenté en un reciente post, a través de un tuit de un amigo extuitero supe que Linkedin realizó una simpática encuesta a nivel mundial que tiene relación con el ambiente de trabajo en nuestras empresas y cuya pregunta era bastante curiosa: “¿Sacrificaría usted una amistad en el trabajo por conseguir un ascenso?”. Ya comentamos en dicho post «El deslumbramiento por ignorancia en el mundo laboral o El fatuo reflejo de las falsas apariencias» algunos aspectos de esta encuesta y de las actitudes de nuestros más jóvenes profesionales, pero en esta ocasión quiero abordar un tema que no analizamos en su momento: las causas de este brusco giro de valores en unas pocas décadas. Les recordaré que los resultados de la encuesta arrojaron que el 68% de los Millenials (generaciones nacidas en los noventa) contestó que no dudaría en hacerlo. Similar proporción a la de los Baby Boomers (generaciones nacidas en los cincuenta y sesenta) que contestaron que ni se lo plantearían. Como les dije en su momento, en mi entorno laboral ya había detectado una sensible superpoblación de ambiciosos desmedidos entre la gente joven, más populosa cuanto más jóvenes son las generaciones. Por este motivo empecé a interesarme por el tema de la influencia de la deriva generacional en este tipo de comportamientos tan despersonalizados y destructivos.
Sin entrar a juzgar qué planteamiento es más ético, cuestión evidente para un cuasi-Baby Boomer como el que suscribe, pasemos ya a reflexionar sobre las posibles causas.
Uno de los factores que considero primordiales en la mente de una persona que aspira a algo (como un ambicioso desmedido a un puesto de responsabilidad), es que el ansia es mayor cuanto mayor es la recompensa. Pero, ¿Es mayor el ansia de los Millenials que la de los Baby Boomers?. Seguro. No tienen nada más que analizar la evolución de la brecha salarial en las empresas. En los 70 la diferencia entre el sueldo de los altos ejecutivos y los trabajadores en USA era de unas veinte/treinta veces. En 2012, la remuneración recibida por los ejecutivos de las compañías del S&P500 multiplicó por 354 la del resto de trabajadores. A mayor recompensa, mayor desesperación por conseguirla, evidentemente. Y ello se traduce en que hay más elementos que caen en la tentación de hacer “lo que sea” por llegar a lo alto de la palmera y conseguir el ansiado coco.
Pero no nos quedemos aquí, creo que hay más motivos para el giro dado por los Millenials. Las generaciones de los cincuenta y los sesenta fueron generaciones fuertemente marcadas por la postguerra de la Segunda Guerra Mundial. Una contienda como aquella provoca en la población un sufrimiento tan extremo que hace que la gente valore más el poder llevar una vida sencilla y en paz. Los Baby Boomers eran felices simplemente sin tener conflictos bélicos relevantes, teniendo un trabajo, una casa, un coche y pudiéndose alimentar. Pero para la mayoría de los Millenials esto no es suficiente. Todo lo que a los Baby Boomers les parecía una meta a conseguir para sentirse satisfechos y felices, para muchos Millenials es tan sólo un raquítico mínimo exigible y exigido, y ponen su felicidad en conseguir otras cotas estratosféricas.
Una última causa es el ambiente de falta de ética generalizada que aqueja a las sociedades occidentales en los últimos años. La búsqueda desesperada del éxito por el éxito, el ansia por hacerse rico rápidamente, el no valorar la ética y la calidad personal, el poner el interés propio por delante del bien común… y así hasta completar un largo etcétera que hemos comentado ya en muchos otros postres y que sin duda son actitudes ante la vida erróneas que con su generalización han contribuido a contaminar a tantos jóvenes.
Una vez analizadas las causas, pasemos a ver las responsabilidades. Aquí les pediría que no caigan en el error de exculpar a nadie. Parte de la culpa de esta esta despersonalización y falta de ética la tienen los propios Millenials, son adultos y en el fondo saben perfectamente qué comportamientos son poco éticos. Otra parte de la culpa la tiene la degeneración de la conciencia social general del mundo en el que les ha tocado crecer. Y por último parte de la culpa la tienen también los Baby Boomers, que no los han sabido educar bien en los valores éticos que ellos mismos tenían y tienen.
Visto lo visto y mi propia experiencia, me atreveré a recomendarles que sean muy cuidadosos con los Millenials en sus ambientes de trabajo, ya sabemos de qué va el percal en la mayoría de estos casos. Ahora bien, cuando estas generaciones alcancen la madurez profesional y sean el alma de nuestras empresas, no me gustaría seguir en el mundo laboral, porque los ambientes de trabajo pueden ser totalmente explosivos. Y las consecuencias de este tipo de parámetros imponderables sobre la calidad y estilo de nuestras vidas es mucho mayor de las que a priori pueden ustedes pensar. En la mayoría de los casos (que son los menos evolucionados), la felicidad no es un estado per se, sino que es la consecuencia de multitud de factores que tienen una fuerte influencia sobre nuestras vidas, y uno de los más importantes son los valores de la sociedad en la que vivimos, y cómo en base a ellos interaccionamos con otras personas de nuestro entorno.
Me despido con una última cuestión: estarán de acuerdo en que, dado que hay males propios de la juventud y la inexperiencia, la pregunta clave de este post es: ¿Pensaban igual de poco éticamente los Baby Boomers cuando tenían la misma edad que tienen los Millenials ahora?. Ahí es nada.
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El rechazo al diálogo o El convencimiento de creerse en posesión de la verdad
Empezaré este post exponiéndoles la situación personal que presencié hace unos años, para ver qué conclusiones sacan ustedes de la misma. Durante una animada charla con un numeroso grupo de amigos un fin de semana, surgió como tema de conversación la situación de una empresa en la que trabajaba uno de los presentes. Al tratarse de una gran empresa, de vez en cuando salen en prensa noticias sobre ella. Normalmente yo soy una persona que no suelo opinar sobre los temas que no conozco en profundidad, y aun así sé que corro el riesgo de equivocarme como todo el mundo. Es por ello por lo que me llaman poderosamente la atención aquellas personas que parece que sienten la necesidad de opinar sobre todo lo que les rodea, y que además lo suelen hacer con vehemencia e incluso, a veces, con cierto desdén hacia opiniones distintas a la propia. Siempre me pregunto qué hay detrás de este tipo de actitudes, puesto que más allá de las apariencias superficiales, tengo un interés natural por saber qué lleva cada uno por dentro.
Pero no nos apartemos del tema. Al grano. En la reunión de amigos que les comentaba, al surgir el tema de la empresa que les comento, y dándose por aludida la persona que era trabajador de la misma, esta persona dio una opinión que, correcta o incorrecta, tras diez años de trabajar en el mismo sitio, entiendo que era fundamentada. Cuál fue mi sorpresa cuando una de estas personas que opinan enérgicamente sobre todo lo que les rodea apenas le dejó acabar de hablar y le interpeló emitiendo una serie de lapidarias sentencias, en mi humilde opinión totalmente equivocadas, sin dejar lugar a más diálogo ni intercambio de opiniones. Además me consta que esta persona no tiene relación alguna ni razón por la que puede conocer por sí mismo las interioridades de la empresa, lo cual hace su reacción aún más incomprensible. Es difícil ante esta situación mantenerse callado, de hecho la persona que trabaja en la empresa no lo hizo, pero tampoco sirvió de nada. El caso es que yo me pregunto, y les pregunto a ustedes: ¿Qué puede haber detrás de una actitud semejante?.
Vayamos por partes. En primer lugar, ¿Qué puede sentir una persona interiormente para pensar que, por cuatro noticias leídas en los periódicos de los domingos, está en disposición, no ya de llevar la contraria, que está en su pleno derecho, sino de despreciar e incluso ni siquiera querer escuchar datos y opiniones de una persona que conoce desde dentro la realidad de una empresa desde hace diez años?. ¿Este “opinador” profesional adopta esta actitud porque tal vez cree que su capacidad intelectual está a años luz de la del trabajador?. Lo que está claro es que sea cual sea su percepción interior, nuestro “opinador” está plenamente convencido de que con cuatro retazos sesgados leídos de vez en cuando en la prensa es capaz de formarse una opinión que es mucho más válida que la que tiene la otra persona tras diez años de conocer el día a día del tema. Y no sólo eso, sino que además está tan seguro de este punto, que ni siquiera está interesado en oír lo que puedan contarle para que, tal vez, se pudiese formar una opinión diferente. ¿Hay detrás de todo esto un sentimiento de superioridad?.
Llegados a este punto, les aclararé que este tipo de actitudes las he observado en individuos de todos los colores e ideologías, y no pueden achacarse a que sean algo típico de izquierdas o de derechas. Tiene más que ver con el ego superlativo que tienen algunos. El gran problema es que estas actitudes no sólo les impiden formarse una opinión más ajustada a la realidad, sino que lo peor viene cuando estos individuos, tan seguros de lo que piensan, tratan de imponer sus puntos de vista y actitudes a los demás, no sólo en una irrelevante discusión entre amigos, sino incluso a nivel de sociedad, de política o del sistema educativo que forma a nuestros hijos. Porque no se equivoquen, este post no trata sobre un debate de fin de semana, no, expone unas actitudes que van mucho más allá y que tienen importantes implicaciones socioeconómicas. Como estos individuos se creen en posesión de la verdad, se sienten con todo el derecho a imponer sus criterios a los demás, cuya opinión ni cuenta ni interesa lo más mínimo.
Para demostrarles lo real que es en ciertos individuos este presunto sentimiento de superioridad, les expondré otro ejemplo, que además deja patente que éste es un mal más extendido de lo que a priori cabría pensar. Hace algunos años se publicó en prensa el resultado de una encuesta sobre la publicidad. Las conclusiones a mí me parecieron muy divertidas, aunque tal vez deberían ser calificadas de preocupantes. Había dos preguntas clave, una era ¿Cree usted que la publicidad le influye a la gente?. La mayoría de los españolitos contestaban con un rotundo “Sí y mucho”. La segunda pregunta era ¿Le influye a usted la publicidad?. La gran mayoría de la gente contestaba que poco o muy poco. Aquí de nuevo pueden ustedes verlo: yo soy muy listo y mis opiniones son muy válidas, y los demás son muy tontos y sus opiniones diferentes no son dignas de consideración ya que sólo piensan así porque están influenciados.
¿Por qué me preocupo por estos temas?. Primero, como les decía, porque tengo un interés innato en conocer bien a la gente que me rodea y saber qué es lo que cada uno lleva en realidad por dentro, y segundo, porque me interesan la psicología y la socioeconomía, y ambas confluyen en el tema que estamos tratando. Este tipo de actitudes aparentemente banales, creo que han de tenerse muy en cuenta, porque mientras vivamos en un estado de derecho con reglas democráticas, sólo tenemos que resignarnos a ver la trasgresión del respeto a lo distinto en los dirigentes que tratan de imponer su visión de la sociedad y la economía a la mayoría, cuestión nada desdeñable de por sí. Pero el problema viene en sociedades autoritarias o sociedades con situaciones de ausencia de autoridad o desestructuradas, donde se impone la ley del más fuerte, y éste puede hacer y deshacer a su antojo, incluso sesgando vidas, además con el convencimiento pleno de que está en la verdad y haciendo lo que se debe hacer. Si no que se lo pregunten a nuestros abuelos, estuviesen en el bando que estuviesen.
Y estas actitudes ocurren a nivel social, en círculos de amigos, o a nivel general de la sociedad, pero ocurren indudablemente también a nivel de empresa, revirtiendo en un ambiente laboral enrarecido, en el que esta opresión de los «opinadores» profesionales, en especial de los que tratan de denostar toda opinión diferente a la propia, hace que muchas veces el que más tiene que aportar sea el que menos habla, entrándose en un circulo vicioso por el que los trabajadores no se enriquecen mutuamente para llegar a las soluciones u opiniones más adecuadas. Por ello, recuerden, elijan para sus equipos de trabajo personas seguras de si mismas y con opiniones bien asentadas, pero que al mismo tiempo aprecien el valor de una opinión distinta y, sobre todo, sepan retocar las opiniones propias cuando sea necesario, sin orgullo ni superioridad, porque este tipo de trabajadores son los que más cerca pueden estar de tener unas ideas lo más acertadas posible. Dejen correr la dialéctica por sus venas, pero siempre desde el respeto al que opina diferente, y teniendo en cuenta que no es un adversario al que derrocar (e incluso ridiculizar según el caso), sino alguien cuyos puntos de vista pueden enriquecerles y ayudarles a formarse una opinión más realista sobre cualquier tema. Creerse por defecto superior a los demás es un error tan de bulto, que el día que estos egos sobredimensionados tomen contacto con la realidad tendrán una dura caída. Al tiempo.
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