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El ego superlativo o La importancia de llamarse Proculo

Me parecía detectar que la tónica general entre nuestros jóvenes es sentirse que son muy importantes. Generalmente por nimiedades o motivos de lo más superficiales, cuando no ridículos, he tenido la ocasión de escucharles ensalzándose a sí mismos y hablando con una autosuficiencia que no es propia ni siquiera de edades adultas.

Mis sospechas se ven ahora confirmadas por los datos que se publican en el libro “The Road to Character” de David Brooks. Para que se hagan idea de la magnitud de lo ególatra del joven de hoy en día, mientras que en 1950 un 12% de los adolescentes estadounidenses afirmaban que se consideraban a sí mismos personas “muy importantes”, en 2005 este porcentaje se catapulta a un sorprendente 80%. Otro dato significativo es que en 1976 los encuestados puntuaron que llegar a ser famoso como objetivo en la vida estaba en su escala de importancia en la posición 15 de un total de 16; sin embargo en 2007 un 51% de la gente joven declara que llegar a ser famoso es una de sus principales ambiciones.

Los que día a día nos esforzamos por recordar lo efímero de nuestro mundo y la relativa importancia de todo lo que nos rodea, incluidos nosotros mismos, sin duda calificaremos estas cifras de impactantes. Lo son, sin paliativos. Lo peor es que son indicativas de que en nuestra sociedad impera un ego superlativo, autosuficiente y soberbio hasta el extremo, y a menudo sin ni siquiera un desempeño personal o profesional que lo acompañe, y noten que no digo que lo justifique, porque una actitud así casi nunca es justificable. Ni siquiera nuestros adolescentes, edad a la que todavía no se es productivo profesionalmente ni se ha alcanzado la madurez personal, son conscientes de este error de enfoque vital.

El ego, si bien puede venir fundamentado por la personalidad o la valía en unos pocos casos contados, en otros no veo ni rastro de ningún motivo que se corresponda con el concepto de sí mismo que tienen algunos. No se equivoquen. A menudo los que más motivos tienen para creerse importantes, menos importantes se consideran a sí mismos. La egolatría es vulgar, simplista, fácil y tremendamente equivocada. ¿Acaso no murieron el César, los Reyes Católicos, Einstein y tantos otros? ¿Se paró el mundo tras su muerte? No, el mundo siempre sigue girando, caiga quien caiga, y los que quedamos seguimos girando con él. El relativismo existencial no es una premisa, sino que es una preciada conclusión vital fruto del esfuerzo personal por comprender el mundo que nos rodea. Dense cuenta de cómo los que más evolucionan personalmente, más modestos son y más relativizan su mundo y a sí mismos. Por algo será.

En el fondo siempre he pensado que tener un ego superlativo es un síntoma inequívoco de complejo de inferioridad. El que da importancia a las cosas que de verdad importan en esta vida, el que tiene una seguridad en sí mismo pulida en la modestia, el que es relativista por naturaleza, no necesita creerse “muy importante” ni ansiar ser famoso para tener un adecuado concepto de sí mismo. Aquí se trata de que el concepto de uno mismo ha de pasar por saberse prescindible y (tan sólo) relativamente importante. El elevado concepto de uno mismo es saberse querido por la gente que de verdad importa, y no que las redes sociales nos hagan de multitudinario altavoz cada vez que abrimos la boca.

Si les soy sincero, busco el motivo por el que nuestra juventud es así precisamente hoy en día. Creo haber llegado a la conclusión de que el problema es lo mediatizada que está nuestra sociedad, además de la potencialidad del impacto que las redes sociales pueden darle a cualquiera. Nuestra parrilla televisiva y nuestro Twitter están plagados de gente que se ha hecho famosa de la noche al día, y que no tienen mayor oficio o beneficio que opinar sobre todo lo que se mueve para que nosotros simplemente les escuchemos. Y claro, nuestros jóvenes piensan que esto también les va a ocurrir a ellos. Es el narcisismo de saberse profesado e idolatrado aunque lo que se diga sea irrelevante. El mundo que hemos transmitido a nuestros jóvenes es un mundo en el que ya no interesa la importancia de lo que digamos, sino la cantidad de gente que nos escucha.

Me despediré hoy aclarando que el nombre de Proculo, que citaba al comenzar este post, es un nombre de origen latino que significa autosuficiente. Su elección no ha sido casual, precisamente lo he elegido para el título de hoy por su significado, y porque siempre he pensado que sentirse orgulloso de su propio nombre o apellido es un inequívoco síntoma de autosuficiencia. Y para que vean lo extendida que está la cosa, no tienen más que ver en qué puesto de souvenirs falta el típico regalo que se regodea en el significado de los nombres o apellidos. Es lo que trasciende tras todo lo que hemos pensado hoy. La raíz del problema es la (pretendida) autosuficiencia. Les dejo con una cita de Joyce Carol Oates (un poco desvirtuada por la traducción): «Mi yo me pertenece. No tengo ninguna necesidad de ti». Como ya les he dicho en otras ocasiones, es muy peligroso hacer depende el concepto de uno mismo de los demás. Las ganas de darse importancia, y la autosuficiencia hueca, no tratan más que de buscar en los demás el reconocimiento que no nos damos nosotros mismos.

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Por qué muchos Millenials son ambiciosos desmedidos o La expansión de la brecha salarial en las empresas

Como ya les comenté en un reciente post, a través de un tuit de un amigo extuitero supe que Linkedin realizó una simpática encuesta a nivel mundial que tiene relación con el ambiente de trabajo en nuestras empresas y cuya pregunta era bastante curiosa: “¿Sacrificaría usted una amistad en el trabajo por conseguir un ascenso?”. Ya comentamos en dicho post «El deslumbramiento por ignorancia en el mundo laboral o El fatuo reflejo de las falsas apariencias» algunos aspectos de esta encuesta y de las actitudes de nuestros más jóvenes profesionales, pero en esta ocasión quiero abordar un tema que no analizamos en su momento: las causas de este brusco giro de valores en unas pocas décadas. Les recordaré que los resultados de la encuesta arrojaron que el 68% de los Millenials (generaciones nacidas en los noventa) contestó que no dudaría en hacerlo. Similar proporción a la de los Baby Boomers (generaciones nacidas en los cincuenta y sesenta) que contestaron que ni se lo plantearían. Como les dije en su momento, en mi entorno laboral ya había detectado una sensible superpoblación de ambiciosos desmedidos entre la gente joven, más populosa cuanto más jóvenes son las generaciones. Por este motivo empecé a interesarme por el tema de la influencia de la deriva generacional en este tipo de comportamientos tan despersonalizados y destructivos.

Sin entrar a juzgar qué planteamiento es más ético, cuestión evidente para un cuasi-Baby Boomer como el que suscribe, pasemos ya a reflexionar sobre las posibles causas.

Uno de los factores que considero primordiales en la mente de una persona que aspira a algo (como un ambicioso desmedido a un puesto de responsabilidad), es que el ansia es mayor cuanto mayor es la recompensa. Pero, ¿Es mayor el ansia de los Millenials que la de los Baby Boomers?. Seguro. No tienen nada más que analizar la evolución de la brecha salarial en las empresas. En los 70 la diferencia entre el sueldo de los altos ejecutivos y los trabajadores en USA era de unas veinte/treinta veces. En 2012, la remuneración recibida por los ejecutivos de las compañías del S&P500 multiplicó por 354 la del resto de trabajadores. A mayor recompensa, mayor desesperación por conseguirla, evidentemente. Y ello se traduce en que hay más elementos que caen en la tentación de hacer “lo que sea” por llegar a lo alto de la palmera y conseguir el ansiado coco.

Pero no nos quedemos aquí, creo que hay más motivos para el giro dado por los Millenials. Las generaciones de los cincuenta y los sesenta fueron generaciones fuertemente marcadas por la postguerra de la Segunda Guerra Mundial. Una contienda como aquella provoca en la población un sufrimiento tan extremo que hace que la gente valore más el poder llevar una vida sencilla y en paz. Los Baby Boomers eran felices simplemente sin tener conflictos bélicos relevantes, teniendo un trabajo, una casa, un coche y pudiéndose alimentar. Pero para la mayoría de los Millenials esto no es suficiente. Todo lo que a los Baby Boomers les parecía una meta a conseguir para sentirse satisfechos y felices, para muchos Millenials es tan sólo un raquítico mínimo exigible y exigido, y ponen su felicidad en conseguir otras cotas estratosféricas.

Una última causa es el ambiente de falta de ética generalizada que aqueja a las sociedades occidentales en los últimos años. La búsqueda desesperada del éxito por el éxito, el ansia por hacerse rico rápidamente, el no valorar la ética y la calidad personal, el poner el interés propio por delante del bien común… y así hasta completar un largo etcétera que hemos comentado ya en muchos otros postres y que sin duda son actitudes ante la vida erróneas que con su generalización han contribuido a contaminar a tantos jóvenes.

Una vez analizadas las causas, pasemos a ver las responsabilidades. Aquí les pediría que no caigan en el error de exculpar a nadie. Parte de la culpa de esta esta despersonalización y falta de ética la tienen los propios Millenials, son adultos y en el fondo saben perfectamente qué comportamientos son poco éticos. Otra parte de la culpa la tiene la degeneración de la conciencia social general del mundo en el que les ha tocado crecer. Y por último parte de la culpa la tienen también los Baby Boomers, que no los han sabido educar bien en los valores éticos que ellos mismos tenían y tienen.

Visto lo visto y mi propia experiencia, me atreveré a recomendarles que sean muy cuidadosos con los Millenials en sus ambientes de trabajo, ya sabemos de qué va el percal en la mayoría de estos casos. Ahora bien, cuando estas generaciones alcancen la madurez profesional y sean el alma de nuestras empresas, no me gustaría seguir en el mundo laboral, porque los ambientes de trabajo pueden ser totalmente explosivos. Y las consecuencias de este tipo de parámetros imponderables sobre la calidad y estilo de nuestras vidas es mucho mayor de las que a priori pueden ustedes pensar. En la mayoría de los casos (que son los menos evolucionados), la felicidad no es un estado per se, sino que es la consecuencia de multitud de factores que tienen una fuerte influencia sobre nuestras vidas, y uno de los más importantes son los valores de la sociedad en la que vivimos, y cómo en base a ellos interaccionamos con otras personas de nuestro entorno.

Me despido con una última cuestión: estarán de acuerdo en que, dado que hay males propios de la juventud y la inexperiencia, la pregunta clave de este post es: ¿Pensaban igual de poco éticamente los Baby Boomers cuando tenían la misma edad que tienen los Millenials ahora?. Ahí es nada.

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La naranja mecánica de los trepas o Cómo vengarse de uno mismo

Seguramente habrán oído ustedes de aquel famoso experimento que se realizó con primates hace ya algunos años. Se pretendía analizar ciertos comportamientos psico-sociales en los ambientes laborales humanos. El experimento en cuestión se basaba en encerrar en una habitación a cinco primates, con un mástil que subía hasta el techo, en donde había un manojo de plátanos. Obviamente, en cuanto los primates se percataron de la presencia de las bananas, intentaron todos subir a cogerlas. El más fuerte acabó trepando por el mástil y, cuando estaba a punto de alcanzar la comida, un chorro de agua helada a presión le precipitó hacia el suelo, mojándole a él y a todos sus compañeros. Tras varias intentonas con el mismo resultado, los primates acabaron por desistir en su intento de saciar su apetito, y adoptaron una posición pasota ante la presencia de los plátanos en el techo de la estancia.

Pasadas unas horas de tranquilidad, una vez que todos los monos habían calmado sus ansias, los investigadores sacaron uno de los monos presentes e introdujeron un nuevo primate en la habitación. Este primate había estado completamente aislado y no tenía ni idea del chorro de agua que salía del techo. Obviamente, al ver las bananas en lo alto del mástil, empezó a trepar para cogerlas, pero todos los demás monos que había en la estancia, que sabían lo que ocurría al intentar coger la fruta, empezaron a retenerle por la fuerza y a tirones, intentando evitar el consiguiente baño de agua helada a presión para todos. El novato no sabía de qué iba el tema, pero al final cedió a la violenta insistencia de sus nuevos compañeros y optó por sentarse en un rincón.

Pasadas unas horas más, los investigadores hicieron de nuevo lo mismo, sacaron a uno de los monos antiguos de la habitación e introdujeron en la estancia un nuevo primate. De nuevo el recién llegado, al reparar en los plátanos del techo, intentó trepar por todos los medios a cogerlos, pero, al igual que ocurrió la vez anterior, todos los demás monos le impidieron que llegase arriba. Lo más curioso era que el mono más agresivo e insistente con las lógicas actitudes del nuevo era el último mono que habían introducido en la habitación, y que no tenía ni idea de qué ocurría cuando se llegaba a lo alto del mástil, puesto que sus compañeros le habían impedido llegar arriba y nunca había llegado a sufrir el chorro de agua en sus carnes.

Para independizar el experimento de actitudes y personalidades individuales, los investigadores fueron sacando e introduciendo nuevos monos en la estancia cada pocas horas. Siempre ocurría lo mismo, incluso cuando todos los monos presentes en la habitación eran ya nuevos, a pesar de que ninguno había llegado a sentir el chorro de agua helada.

Las conclusiones son obvias, así como su aplicabilidad a los entornos de trabajo de nuestra sociedad, en la que la inexperiencia y la ambición, que suelen ser más típicas de la juventud que de la madurez, son obvias. Siempre hay unas mieles del éxito que se quieren alcanzar, y siempre hay alguno que en su ansía de superación a veces se lleva un palo que generalmente afecta a todos, perpetuándose estas actitudes incluso cuando ya nadie ha visto o recuerda el escarmiento.

Pero pensemos un poco más allá. Probablemente, en estas situaciones en las que en ocasiones se escarmienta a los ambiciosos, los humanos lo que hacen en realidad es vengarse de sí mismos a través de los demás. Sí, en efecto, el ansia trepadora es muchas veces algo que, si bien resulta evidente para los más maduros, a pesar de su generalización en algunos ambientes, los jóvenes suelen ocultarla como si de algo especial y personal se tratase. Y ciertas actitudes a algunos viejos del lugar no hacen sino recordarles lo que ellos mismos pensaban cuando eran trabajadores jóvenes. Seguros de que los pensamientos de los nuevos van por los mismos derroteros por los que iban los suyos a su edad, algunos se sienten con derecho a sibilinamente promocionar, e incluso participar, en un castigo.

Esas actitudes son cruelmente injustas por su generalización, y más aún por ser en realidad una expiación de los pecados propios, lo cual conlleva una manifiesta ausencia de capacidad de autocrítica. Siempre es mejor elegir un cabeza de turco: es más cómodo y fácil que afrontar una autocrítica personal, en este caso, además, con efectos retroactivos.

Pero no acabo aquí con este post. Aún hay más en lo que se refiere a estos casos en los que finalmente se da un escarmiento al trepa en cuestión. ¿Han leído ustedes “La Naranja Mecánica” de Anthony Burguess?. Para los que no, les resumiré que la novela trata de un individuo ultraviolento e inadaptado socialmente, que delinque a placer con violencia gratuita y extrema. Finalmente acepta participar en un programa experimental con el tratamiento Ludovico, un novedoso programa de reinserción social que, aplicando los principios de Pavlov, acaba por inducir en el protagonista una respuesta condicionada cada vez que se le pasa por la mente ejercer la violencia contra sus conciudadanos. Este individuo acaba por reinsertarse, al menos funcionalmente, y pasa a hacer el bien en la sociedad. Pero es entonces cuando, a pesar de su aparente y nueva bondad, se va encontrando con sus antiguas víctimas, que no dudan en vengarse de él. Lo que nos interesa de la novela para este post es esta conclusión última. Esa sed de venganza que, como les decía, en ocasiones alcanza en nuestra sociedad un nivel de sinsentido tal, que a veces los mayores del lugar se vengan de sí mismos a través de la figura de los más jóvenes. Y lo que es todavía peor y más cruel, cuando el joven trepa es ya un ángel caído, hay gente que ni aún en esa situación siente compasión por él, y sigue vengándose con saña de una figura derrotada, haciendo cierto el dicho de hacer leña del árbol caído.

Y las consecuencias, con escarmiento o sin él, de dar este trato a los jóvenes excesivamente ambiciosos son importantes para nuestros sistemas socioeconómicos. En caso de escarmiento los perjuicios son evidentes, con individuos derrotados que, al ser objeto de mobbing o algo parecido a él, caen a veces incluso en la depresión, perdiendo en todo caso características muy positivas que una vez tuvieron. Si no hay escarmiento, los jóvenes ambiciosos o bien acaban cayendo en la apatía viendo que sus ansiadas metas nunca acaban de llegar, o bien acaban dándose cuenta del juego de los jefes, que les ponen una zanahoria en el hocico para que sigan adelante dando lo mejor de sí mismos. En uno y otro caso, hay un desaprovechamiento de capacidades y actitudes, ya que los jóvenes, si bien es cierto que generalmente se caracterizan por esas aspiraciones a veces desmedidas, también tienen una personalidad que, por norma general, tiene muchos aspectos destacables: empuje, entrega al trabajo sin reparar en esfuerzos, motivación por el mero hecho de tener un trabajo, ilusión, creatividad, innovación, capacidad de cambiar las cosas partiendo desde cero sin los “esto siempre se ha hecho así”, y así hasta completar un largo etcétera. En vez de haber una formación en las carreras o institutos sobre ambientes laborales y aspiraciones personales, en vez de una reconducción de conductas en las empresas cuando una mente se aparta del camino adecuado, en vez de una crítica constructiva por parte de los compañeros o jefes que intuyen que un trabajador se está excediendo en sus aspiraciones… como en los ambientes laborales reina la despersonalización y la poca humanidad, nadie opta por ninguna de estas opciones más constructivas.

Éste es el sistema socioeconómico que estamos construyendo entre todos, en donde la humanidad y los valores personales y profesionales brillan por su ausencia, y en donde se permite e incluso incentiva que el joven ambicioso acabe en trepa desaforado, dando síntomas de un cortoplacismo brutal en el cual impera simplemente el exprimir hoy por hoy al máximo al que se presta al juego, sin reparar en que en los plazos más largos, en caso de ser bien enfocado, el trabajador hace aflorar personal y profesionalmente actitudes y aptitudes muy beneficiosas para la empresa y para el conjunto de la sociedad. Ello tiene sin duda importantes consecuencias macroeconómicas en un país en el que la innovación no es precisamente una de las características destacables de nuestra economía, en lo cual las mentes más jóvenes tienen mucho que aportar en caso de ser educadas a tiempo, enseñándoles a reconducir las pasiones profesionales que suelen experimentar en sus etapas más tempranas. Y ya no es sólo por el egoísmo de mejorar la macroeconomía de todos, a veces, hay casos en los que se trata de un tema meramente personal y de calidad humana.

Sean maduros, distingan entre ustedes y los demás, no prejuzguen y, obviamente, traten de no vengarse. Cada persona es un mundo. Cada mundo tiene sus detalles. El patrón propio no es aplicable a los demás. Si generalizan y proyectan sus propios demonios sobre los demás, corren el peligro de cometer errores de bulto, y en todo caso, la venganza puede satisfacerles a algunos momentáneamente, pero, además de no ser buena per se, es un cáncer para la conciencia que les puede afectar unos años más adelante. Saquen sus propias conclusiones de este cuento de plátanos y naranjas, probablemente no sean tan dulces como estas frutas, pero sin duda les han de llevar a la conclusión de que hay que dejar discurrir la vida de cada uno sin participar en vendettas de ningún tipo, más tarde o más pronto, cada cual acaba encontrando su punto de equilibro por sí solo, en todo caso hay que ayudar constructivamente a los jóvenes mostrándoles la meta correcta y dejando que ellos solos encuentren su propio camino. Salvo determinados casos para los que no hay cura conocida, la inexperiencia acaba siendo sustituida por la tranquilidad de haber encontrado lo que de verdad importa en esta vida. Y para los que no, ellos se lo pierden.

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La necesidad de creerse rico o Cómo ganar capital sin tener más dinero

Hoy les hablaré de una actitud que, si bien les puede parecer a algunos que es natural e innata en el ser humano, creo que es la causa de muchos males que aquejan a nuestra sociedad de hoy en día, y que debe ser corregida de raíz.
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Empecemos el post con una frase introductoria de Oscar Wilde: “En estos tiempos los jóvenes piensan que el dinero lo es todo, algo que comprueban cuando se hacen mayores”. Dinero. Dinero. Dinero. Es lo único que hay en la mente de mucha gente, y en aras de conseguirlo se  auto justifican todo tipo de actitudes y acciones. Como se entiende de la frase anterior de Óscar Wilde, nuestros jóvenes no son ajenos a esta tendencia: es alarmante la creciente proporción de niños que, al ser preguntados al respecto, confiesan que de mayor quieren ser “ricos”. ¡¿Ricos?!. ¿Acaso es eso una profesión?. Yo diría más bien que es una consecuencia, a veces fruto de denodados esfuerzos y, tristemente hoy en día, a veces indicativa de artes calificables por lo menos de poco éticas.

Es esta actitud a edades tan tempranas el germen último del problema. Y como los menores no pueden ser culpados por ello, queda que los responsables de los valores que se les inculcan desde bien pequeñitos somos los adultos, bien a nivel individual, bien a nivel colectivo. ¿Por qué digo que es éste el germen del problema?. Muy sencillo, suelen ser las metas que uno se pone en la niñez para su vida adulta lo que hace que muchos adultos cuando crecen se sientan más o menos realizados y satisfechos con la vida que llevan. El cómo se imagina uno su vida adulta en etapas tan tempranas, tiene una poderosa influencia sobre nuestra forma de pensar y de ver el mundo durante el resto de nuestras vidas.

Y como no todos podemos ser ricos, porque la riqueza es una percepción relativa por la que uno siempre mira hacia arriba comparándose con los que más tienen, de ahí la frustración que sienten algunos al hacerse adultos y evaluar sus malogradas ansias infantiles. Es esta frustración, y cómo el ser humano trata de evitarla o reconducirla, lo verdaderamente peligroso.

De ahí los dos errores más comúnmente cometidos por los frustrados ricos. El primero es no cejar en su empeño a cualquier costa, con lo que robar, corromperse, volverse un auténtico trepa… son medios que acaban siendo justificados para intentar poner algún cero más a la cuenta corriente. El segundo es vivir en un auto engañoso e ilusorio presente endeudando el futuro: créditos por encima de nuestras posibilidades. Ambas opciones me parecen censurables y auto destructivas, pero la segunda me da más pena que rabia. Les confieso que no deja de sorprenderme cada vez que veo a alguien con pocos recursos económicos comprarse por ejemplo un coche de alta gama a base de un crédito que le esclaviza durante muchos años… o, por tomar un ejemplo más reciente de consecuencias por todos conocidas, embarcarse en un crédito hipotecario de un piso que no puede pagar. Yo mismo, como persona de limitados recursos económicos, y viendo los precios a los que ascendía el importe de una vivienda media en este país en los años de desenfreno inmobiliario, opté por el alquiler como medio de vida, ante la imposibilidad, o más bien reconocimiento de mi incapacidad adquisitiva, de poder vivir en mi propia casa. No es éticamente criticable la actitud de aquellas personas que no actuaron como yo, y que se embarcaron en un crédito desproporcionado para adquirir su primera vivienda, más bien es algo digno de comprensión por la falta de una cultura o visión financiera que les habría evitado tan amargo trago, pero sí que es criticable la actitud de otras personas que compraban un piso “para invertir”, o que contrataban la hipoteca por el 120% del valor de tasación y se compraban dos coches de lujo, etc. Hay tantas caras de la convulsa etapa que hemos vivido recientemente que hay casos de desmanes para aburrir. Y eso centrándonos en los pequeños actores financieros. Porque entre los grandes hay también actitudes censurables por doquier: ayuntamientos que recalifican y dan permisos de construcción sin control ni previsión de demanda a cambio de Dios sabe qué, bancos que conceden hipotecas al 100% y 120% del valor de tasación, grandes fondos inmobiliarios que deciden invertir en España al calor de insostenibles revalorizaciones y que pusieron su granito de arena en la huida hacia adelante de los precios inmobiliarios, etc.

Todo ello son distintas manifestaciones del mismo mal que les exponíamos al principio: Money, Money, Money… Ésta es la rueda en la que muchos están metidos desde pequeñitos y de la que es tan difícil salir por sí solo, revirtiendo nosotros mismos en una realimentación por la que a su vez contaminamos a las generaciones más jóvenes. Aquellas metas, estas actitudes. Como decía Paulo Coelho en su libro El Alquimista: “Es precisamente la posibilidad de realizar un sueño lo que hace que la vida sea interesante”… y es que hay gente que, cuando ve que se le pasa la vida y su sueño de ser rico no se realiza, toma parte activa y trata de conseguirlo por todos los medios.

Es cierto que posiblemente llevamos en parte en los genes esta ansia y ambición por ser más ricos, algo que sin duda hay que enseñar a reconducir constructivamente desde etapas tempranas, y es curioso observar cómo se encaja esta predisposición según culturas o países. Por ejemplo, en la meca del capitalismo, Estados Unidos, la mayoría de la gente piensa durante toda su vida que el día de mañana va a ser rica, y dicen que es por ello por lo que los votantes y políticos son tan propensos a propugnar un bajo nivel impositivo a las grandes fortunas: porque están convencidos de que algún día esa política les beneficiará. En cambio en España no prima esta visión a futuro, que supone cierta válvula de escape psicológico, sino que se suele optar por el cortoplacismo rabioso y querer ya en el presente, y a cualquier costa, ver las ansias hechas realidad.

Por otro lado, es divertido observar la evolución de patrones sociales con el tiempo. Esta necesidad de la mayoría por sentirse ricos, hace que las costumbres, servicios y productos que distinguen a los ricos tiendan con el tiempo a convertirse en objeto del mercado de masas, momento en el cual alcanzan su máxima rentabilidad capitalista, y cuando la clase media ve satisfecha parcialmente su ansia al adoptar patrones de comportamiento que hasta hace poco eran exclusivos de los más acaudalados.

Pero tenemos alrededor algunos casos que dejan entrever una luz al final del túnel, hay personas que consiguen salirse de esta espiral destructiva, a veces por madurez personal, y a veces porque han sufrido desgracias que les han cambiado la pirámide de prioridades y valores y que les hacen ver la vida de otra manera. Les confieso que el envidiable equilibrio personal al que llegan estas personas, y que algunos sólo conseguimos de forma parcial, es la verdadera felicidad a nuestro alcance.

Pero, ¿Es sufrir una desgracia la única forma de valorar los verdaderos motivos de felicidad que discretamente nos ofrece la vida?. Categóricamente: NO. Es el camino más corto una vez que hemos elegido un destino errado, pero no el único. Hay personas que llegan a esta conclusión vital por propia maduración temporal. Pero tampoco debemos resignarnos a conseguir esta verdadera felicidad tan solo cuando mayormente estemos llegando al ocaso de nuestros días y ya podamos disfrutar del nuevo estatus durante tan sólo unos años más. La educación, enseñando a los niños que lo necesiten a domar su fiera interior, reconducir sus frustraciones, ayudándoles a elegir un futuro correcto, y unos ídolos adecuados en los que verse proyectados, es el mejor camino para todos, a nivel individual y colectivo. Podemos enseñarles a admirar a un médico que ha inventado una nueva vacuna para curar el paludismo, en vez de a un futbolista cuyo único mérito es dar patadas a un balón. A admirar a una persona que ha ganado un premio nobel, en vez de a un famoso cuyo único oficio es ir a fiestas y salir en los programas de cotilleo. A admirar a una persona que dedica su vida a ayudar a los más necesitados en una ONG, en vez de a un banquero de supuesto éxito con una cuenta corriente astronómica y de prácticas poco éticas.

De todo lo anterior se deduce parte del título de este post. No centren sus vidas en ganar simplemente dinero, esfuércense por ganar capital humano, que aunque pueda sonar similar, son hoy en día términos antagónicos. Recuerden que el dinero no ha de ser un fin en sí mismo, sino que es tan sólo un medio que nos permite ciertas cosas. Además, si a lo que ustedes aspiran no se compra con dinero, posiblemente sean ricos desde ya. Y tengan en cuenta una frase de nuestros abuelos: “No es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita”.

Me despediré insistiéndoles en que sean felices (de verdad), pero procuren que no se les note demasiado, porque los que han tenido la desgracia de errar en los medios (y a veces hasta en el objetivo) y no llegan a serlo, por muchos ceros que tengan en sus cuentas corrientes, si se enteran de que ustedes sí que son felices, no podrán soportarles…

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