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El respeto al valiente en la empresa o El desprecio por la fidelidad perruna

El otro día tuve una conference call en la que participaba uno de los directivos de alto nivel de la multinacional en la que trabajo. La situación era tensa. En un proyecto estratégico había habido un problema por parte un proveedor, cuya solución ahora requería realizar una serie de tareas adicionales, con el consiguiente impacto en la planificación de un proyecto con gran visibilidad en el consejo de administración de la compañía.

En la conference, tras discutir con el proveedor los nuevos requerimientos, conversación difícil porque trataban por todos los medios de intentar colocar la pelota en nuestro campo y pasarnos el problema de tener que realizar las nuevas tareas, llegamos a un acuerdo de mínimos para realizar al menos las tareas necesarias a más corto plazo. Una vez acepté los requerimientos más acuciantes del proveedor, la conference pasó a una segunda fase, menos peligrosa porque ya nadie intentaba volcar las culpas sobre mí, pero en la que la presión era mucho mayor. Tomó la palabra la directiva usuaria de alto nivel. Me pidió la fecha en la que las nuevas tareas estarían finalizadas. Mi plazo, que se ajusta al máximo a lo estrictamente necesario, fue de dos semanas. Aquello yo ya era consciente de que abría una vía de agua en el proyecto, pero es el tiempo mínimo que les cuesta a nuestro equipo llevar a cabo unas tareas como éstas. Se hizo un silencio sepulcral en la sala en la que yo estaba y en la línea por la que manteníamos la conference.

La directiva, desde su estratosférico cargo, decidió poner presión sobre mí. Me dijo que era un proyecto estratégico para la compañía, y que era muy importante que saliese en fechas. Mi segunda respuesta fue idéntica a la primera: necesitábamos dos semanas para realizar las tareas. Se hizo en la sala y en la línea telefónica un silencio más sepulcral aún que el primero; era un silencio realmente incómodo, y los que tratan con anglosajones saben lo violentos y peligrosos que pueden llegar a ser sus silencios. Por tercera vez la directiva de altos vuelos aumentó la presión de la caldera, esta vez hasta rozar el máximo, y me dijo vocalizando de forma anormalmente lenta y con voz tajante que era un proyecto crítico para la compañía y que no se podían permitir un retraso en el plan de proyecto. Para poner aún más presión sobre mí, añadió que estaba segura de que yo podía mejorar mis fechas, “¿Podéis hacerlo en una semana?”.

¡Qué iba a hacer yo!. No podía comprometerme con una fecha poco realista, primero porque iba a suponer para nuestro equipo una carga de trabajo inasumible, y segundo porque era un plazo que no podía garantizar. Durante el tenso silencio que siguió a continuación, llegué a la conclusión de que tenía que mantener el tipo ante la presión, ya que si aceptaba ese plazo, cuando probablemente no llegásemos a tiempo, el problema sería nuestro. Si por el contrario mantenía el plazo mínimo necesario, el problema era del que lo había creado: del proveedor que nos había pasado los requisitos incompletos. Así que, tras la larga pausa con ruido eléctrico de fondo en el altavoz de conferencias, volví a decir exactamente lo mismo que las otras dos veces anteriores: el plazo necesario para realizar las nuevas tareas es de dos semanas.

Se oyó a gente carraspear, algunos tosían incómodos, otros simplemente callaban. La directiva, no sé si sintiéndose agraviada, entonces pasó a otro estadio. Estrechándome el cerco,  se dirigió a mí con voz grave y me dijo que quería tener una conference call diaria conmigo todas las tardes para que le informase puntualmente del progreso de los trabajos. Aquello sonaba a algún tipo de amenazante actitud por la que me comunicaban que desde arriba me iban a estar mirando mi trabajo al milímetro. Ya sabemos lo que eso significa: al más mínimo contratiempo se entera hasta el presidente, y la culpa para el que suscribe, con el consiguiente riesgo de pérdida de mi puesto de trabajo. Como uno ya tiene una edad, mi respuesta fue de lo más diplomática, sin aceptar para nada la clara amenaza que se cernía sobre mí: “Me parece una idea fantástica. Así tendré la ocasión de informarle puntualmente y de primera mano sobre la evolución de nuestros hitos del proyecto”.

A partir de ese momento, el tono de la directiva dio un giro radical. Dejó de sonar tan pausadamente grave y amenazante, y pasó a ser más cercana y amigable. Con ella en línea, acabamos de definir con el proveedor los requisitos de las otras tareas que se necesitaban para más adelante. La directiva se dio cuenta de que el trabajo era crítico y complejo, sobre todo por las implicaciones que podría tener a posteriori si todo no estaba bien atado. Creo que también fue consciente de que nuestro nivel técnico y de gestión era de valorar. Y además, me consta que mi persistencia en mantener los plazos mínimos a los que me podía comprometer, pese a suponerle un problema grave en su proyecto, le hicieron verme más como un enabler que como un inútil obstáculo a superar en su camino.

Acabó la conference agradeciéndome amablemente a mí personalmente mi colaboración. No tuve más conferences con ella como las que había propuesto antes para hacerme un seguimiento intensivo. El proyecto evolucionó sin contratiempos y completamos nuestros hitos un poco antes de lo comprometido. La alta directiva me agradeció personalmente mi profesionalidad y dedicación, así como la del equipo con el que trabajé. Nos envió una felicitación expresa por escrito que acabó en el comité de calidad de la compañía. Unos halagos que no son muchas veces habituales en estos lares, por lo que su valor es más gratificante si cabe.

Las conclusiones que podemos extraer de todo esto son importantes, especialmente en el mundo de la empresa y en la relación con directivos con mucho poder. Este perfil de directivo está acostumbrado generalmente a la gente que asiente a todo, que nunca se atreve a decir que no a algo, aunque ese algo sea imposible. Pero no se equivoquen, precisamente porque esto suele ser la norma habitual nunca, repito, nunca valoran la fidelidad perruna. Es más, les infunde cierto sentimiento de desprecio. Cuando llega una persona y no cede ante ellos, siempre por supuesto respaldado por unos buenos motivos, inicialmente les despierta ciertas ganas de hacer redoblar su fuerza sobre el alma díscola que sobresale entre la masa servil. Pero, insisto, si los motivos son realistas y justificados, acaban sintiendo cierta admiración por ese mindundi que ha osado desafiar su autoridad y presión. Si ese mindundi demuestra además valía profesional, el directivo top-level se acaba poniendo en sus manos en aquellos aspectos que se le escapan por su visión de alto nivel.

Me despediré advirtiéndoles no obstante del riesgo de entrar en estas dinámicas, puesto que si uno trata con directivos con poder, y se comete algún error (que alguno todos cometemos a veces), las consecuencias pueden ser importantes para la carrera profesional propia. Tampoco caigan en confundir lo que les expongo con la resistencia automática y el impedimento gratuito. Los directivos suelen despreciar la fidelidad perruna, pero odian a los “Doctores NO”. Traten de ser enablers, diferenciándose claramente de los stoppers. Para ello, anticipen riesgos y peligros reales para así poder tenerlos en cuenta antes de que se materialicen en un problema; los directivos saben apreciar esto. Y sobre todo, recuerden que la patada para adelante no resuelve nada. Postergar un problema no va a solucionarlo. España es un país de lidias; sean valientes y cojan el toro por los cuernos. Recuerden que los directivos valientes suelen detestar la cobardía y, aunque a veces parezca que no se aprecia a corto plazo, en el largo plazo siempre se valorará que es mejor resolver el hoy que complicar el mañana. Porque no duden que el mañana siempre acaba llegando, y sólo los valientes se atreven a lanzarse a por él antes de tiempo.

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El recurso fácil de la trasgresión o cómo maximizar el impacto en el trabajo y en el arte

El origen de mis reflexiones en esta ocasión se remonta a un estupendo y revelador artículo publicado en El País por Javier Gomá Lanzón (director de la Fundación J. March), “El dedo y la Luna”, en el que se aborda el sinsentido que es la trasgresión en el arte de nuestro país hoy en día. Les recomiendo la lectura del texto anterior, que considero muy interesante. En él, el autor argumenta que la trasgresión es algo que ha perdido hoy en día el sentido original de la misma.
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La trasgresión viene por la necesidad de los artistas de romper con lo impuesto desde otras instancias, tanto a nivel personal como de la globalidad de la sociedad, y es en esa trasgresión, que trasciende lo meramente artístico, donde está el mérito profesional y personal del artista, que arriesga no sólo su proyección artística, sino también todas las demás facetas de su vida como ciudadano, ya que la trasgresión supone nadar a contracorriente en sistemas que probablemente no vean las obras trasgresoras con buenos ojos. Trasgresión eran obras como “El gran masturbador” de Dalí, o las pinturas negras de Goya. Obras que rompen cánones tanto en lo social como en lo personal. Pero en una sociedad libre, donde (mayormente) cada cual hace y piensa lo que quiere, no hay trasgresión posible, puesto que generalmente no hay cánones impuestos ni represión contra la que expresarse.

Empecemos por el mundo del arte, que ha sido de donde han surgido todos estos pensamientos. Como decíamos antes, hoy en día podemos considerar la trasgresión como un recurso fácil para atraer la atención del público. Ya no hay cánones ni represiones a trasgredir, pero se sigue utilizando una trasgresión de baja concepción y alto impacto, que en ocasiones pretende provocar más que otra cosa. Se han sobrepasado los límites de la trasgresión propiamente dicha para entrar en el terreno de lo simplemente llamativo, y a veces incluso escandaloso. Pero aún hay más, y es que hoy en día, para conseguir la misma intensidad de conmoción en el espectador, es mucho más difícil hacerlo con una obra no-trasgresora que con una obra trasgresora. Provocar sentimientos y sensaciones en el público con obras no-trasgresoras, es mucho más meritorio que con la trasgresión. Estos puntos expuestos desde una perspectiva artística son igualmente aplicables otros aspectos de nuestras sociedades, puesto que sentir y pensar son dos capacidades íntimamente interrelacionadas en la mente humana.

Pero pasemos entonces a enfoques distintos al plano del arte. Por ejemplo, entremos en economía y socioeconomía. La trasgresión también existe en éste ámbito, y su efecto amplificado ha reportado renombre a conocidos economistas y analistas. Tomemos como ejemplo a Nouriel Roubini. El señor Roubini saltó a la fama cuando sus catastróficas predicciones sobre la existencia de una importante burbuja inmobiliaria en USA se probaron ciertas. En el momento en el que él hizo sus predicciones, el común de los mortales vivía en una ilusión de riqueza por la cual los precios de los pisos siempre subían, de ahí la trasgresión de Nouriel Roubini. Como apostó contra lo establecido y salió victorioso, el impacto y la conmoción provocados por sus predicciones fueron mayúsculos, y pasó a la primera línea del orden económico mundial.

Otro enfoque distinto pero no menos interesante puede ser el del ámbito laboral y, más concretamente, por ejemplo de la Gestión de Proyectos en la que yo desarrollo mi actividad actualmente. Es una actividad que requiere ciertas dosis de creatividad, y donde buscar soluciones a problemas, previstos o imprevistos, es la tónica habitual. Es por ello por lo que normalmente, cuanto más trasgresora es una buena idea o solución, más se valora al profesional, lo cual deriva en la necesidad que sienten muchos por destacar trasgresoramente en este mundo rebosante de competitividad desaforada. Desde aquí reclamo el papel de los gestores que también dedican esfuerzos a dar con soluciones no-trasgresoras, tan buenas o más que las otras que tanto llaman la atención, porque más importante que sorprender a todo el equipo de proyecto y quedar como una mente lúcida, es encontrar una solución que sea la idónea para el problema al que nos enfrentamos, aunque ésta sea discreta.

Pero no está de más preguntarse por qué esto es así. La verdad es que es algo que tiene que ver con el funcionamiento de la psique humana y de los procesos de retención de la memoria. Es cierto que los humanos tendemos a fijar mucho mejor en nuestra memoria aquellos acontecimientos o eventos que nos sorprenden, trasgrediendo nuestro conocimiento y forma de pensar habitual. Es parte de la evolución y de la capacidad de aprendizaje que la naturaleza ha programado en nuestros genes para adaptarnos a un entorno siempre cambiante. Si además estos eventos sorpresivos se prueban ciertos, nuestra mente añade una variable de credibilidad al autor de los mismos. La conjunción de ambas cosas hace que nuestro concepto de la reputación de esta persona se recuerde de forma más persistente que la de generadores de eventos no-trasgresores. También es cierto que habitualmente la capacidad de alterar nuestras ideas o forma de pensar se reconoce como un poder sobre nuestra persona, lo cual deriva en la mayoría casos en que los individuos sienten que se debe un respeto a la persona que tiene ese poder sobre nosotros.

Y se preguntarán ustedes qué hago yo preocupándome por temas de arte tan conceptuales como el que ha originado este post. Pues bien, se lo explicaré. La pasión por la fotografía ha sido una constante en mi vida desde que tengo uso de razón, aunque bien es cierto que últimamente no estoy “abierto al público”. Ello no implica que no siga sintiendo lo que siento cuando veo imágenes con mis propios ojos. Aunque ya no exponga, sigo inevitablemente disparando. Y una obsesión que siempre he tenido respecto a la fotografía es mostrar la belleza que hay en imágenes cotidianas que nos pasan desapercibidas. Es algo que creo que encaja dentro de la definición de fotografía no-trasgresora. Si tienen curiosidad pueden ver mis tableros en Pinterest (DerBlaueMond), aunque no son representativos de mi obra, tan sólo son fotografías tomadas cuasi-aleatoriamente con el móvil, y a veces están post-procesadas con algún programa de edición. Y lo mismo hago en el día a día de la gestión de proyectos, constantemente llevo a cabo tareas e ideo soluciones que a menudo pasan desapercibidas, pero que creo son esenciales para la consecución de los objetivos de los proyectos.

Les confesaré que obviamente tengo alguna foto trasgresora, y que si en un proyecto tengo una buena idea trasgresora también la propongo. Pero también es cierto que guardo esas fotos celosamente para mí archivo personal, y que esas ideas las expongo de la forma más comedida posible. No busco el impacto fácil, no estoy en continuo sprint final por llegar a ninguna cima. Valoro la belleza del mundo que me rodea y el óptimo desarrollo de las tareas y sus resultados sea cual fuere su naturaleza, pero especialmente si se trata de soluciones sencillas, u obras cotidianas, que tenemos discretamente al lado todo el día sin que apenas nos demos cuenta, aunque su impacto emocional sea menor. Pero véanlo de otra forma más constructiva, piensen ustedes que pueden obtener el mismo impacto con una solución no-trasgresora, sólo que les costará el doble de esfuerzo. Un reto a batir, sin duda.

Así que ya saben, si, al contrario que yo, son ustedes de los que buscan un alto impacto, rápido y ávido de éxito, búsquenle la vuelta a su razonamiento, su idea o su obra de arte, plantéenla de forma trasgresora, y verán cómo es más fácil provocar una reacción en los demás. Eso sí, tengan en cuenta que algunos valoramos justamente lo contrario.

Como colofón final recuerden una cosa, igual que en economía rentabilidades pasadas no aseguran rentabilidades futuras, en cualquier ámbito, por muy trasgresora que haya resultado una persona cuyas afirmaciones se han probado ciertas, el hecho de que en el presente se hayan cumplido sus teorías pasadas no implica necesariamente que lo que dice a día de hoy vaya a volver a cumplirse en el futuro. Por ello el mejor consejo que les puedo dar es que no se fijen en el carácter trasgresor o no-trasgresor de teorías que se han probado ciertas, no se fijen en que alguien anticipó en su día algo que hoy es obvio, fíjense preferiblemente en su forma de razonar, y en cómo llegó a esas conclusiones, porque el poder del razonamiento sí que es una herramienta mucho más reutilizable, que aunque tampoco asegura que nadie pueda adivinar el futuro con total seguridad, sí que otorga más probabilidades de volver a acertar. Volviendo al mundo del arte y al final del genial artículo de Javier Gomá, cuando alguien les señale la Luna, no se fijen en el dedo, miren la Luna, y si pueden, contemplen también las discretas estrellas que hay detrás.

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Ilustración por José Domingo: @el_domingobot

El ansiado y fatuo éxito profesional en España o Cómo la mayoría intenta ocultar sus errores

El otro día estaba en una reunión de seguimiento de un proyecto en la empresa en la que trabajo, y, tras haberme informado por otras vías, sabía que todas las partes iban con retraso en la ejecución de sus respectivas tareas. Ellos no sabían que yo era consciente de ello, y tampoco lo dije de primeras. El caso es que fue muy curioso poder comprobar lo que muchas otras veces sospechaba: la mayoría de las personas tratan en estos casos de retrasar lo más posible su reconocimiento de los retrasos en los que están incurriendo, a la espera de que otros “confiesen” antes y así ellos ganar algo de tiempo sin quedar mal.

Y allí estábamos todos mirándonos cara a cara, aparentando que todo iba con normalidad, y esperando a ver quién era el primero en reconocer lo que todos deberían reconocer desde un principio. Al final la liebre saltó por donde tenía que saltar. La persona encargada de las últimas tareas antes del pase a Producción, supongo que consciente al igual que yo de que había retrasos, y responsable de acabar sus tareas a tiempo por tener una fecha inamovible por detrás, empezó a tirar del hilo sibilinamente hasta que alguno de los involucrados no aguantó más la presión y reconoció que necesitaba más tiempo para la ejecución de sus tareas. En ese mismo momento, se notó en la reunión cómo el resto de participantes empezó automáticamente a calcular si esos días de más que se iban a dar les servían a ellos de margen adicional para no tener que confesar de la misma manera. A los que les valía se callaron, y a los que no volvieron a esperar a ver si alguien más reconocía que necesitaba más tiempo. Al final, tirando de todos los hilos, se llegó a varias ampliaciones de plazos que resultaron en una planificación más realista, pero no confesaron todos los que debían.

¿Qué hay en las mentes de esos profesionales que ocultan sus problemas?. Principalmente tenemos dos opciones: miedo y ambición. Pueden coexistir ambos motivos en ciertas personas, o puede darse tan sólo uno u otro. Miedo a perder el empleo, miedo a dar la imagen de ser un mal profesional, miedo a la reprobación por parte del grupo… Ambición por quedar siempre como el mejor, ambición por demostrar lo que se vale, ambición para tener más papeletas para conseguir el siguiente ascenso o incremento salarial… Las motivaciones pueden ser múltiples y de muy diversa índole, pero se pueden agrupar principalmente en estos dos sentimientos genéricos que les decía.

Pero, y… ¿Por qué la gente es así?. En parte es debido a un tema de importantes consecuencias socioeconómicas y que ya hemos tratado aquí en otros posts: la cultura del éxito. Sí, esa ansia por ser el mejor, por llegar a lo más alto, por ganar mucho dinero, por tener mucho poder… a costa de lo que haga falta. En aras de conseguir semejantes metas, todo suele valer, pero hay ciertos individuos, de motivaciones aún más fatuas si caben, que están plenamente convencidos de que es algo que justamente se merecen. Es cierto que ese autoengañoso convencimiento les sirve en cierta medida de disculpa (el peor trepa es aquel que, aún siendo consciente de su incompetencia, trata de pisar cuantas cabezas sea necesario para subir inmerecidamente), pero sus actitudes son fruto de una autoindulgencia y una autocomplacencia que a veces dejan mucho que desear. Me explico. Todos cometemos errores en nuestro trabajo, es natural y normal, nadie es perfecto, pero este tipo de personas tienen una curiosa habilidad para, en sus mentes, minimizar los errores propios y resaltar los ajenos. Es muy frecuente ver cómo hay personas que cuando ellos cometen un error lo disculpan con toda naturalidad, haciéndolo ver como algo sin importancia, pero cuando da la casualidad de que posteriormente otro comete ese mismo error, se le echan encima con todo tipo de agravios. A mí, que desde pequeño me han enseñado que “no quieras para los demás lo que no quieras para ti mismo”, estas actitudes me parecen muy cuestionables, indicativas de un egocentrismo y un egoísmo que, por desgracia, es demasiadas veces predominante en nuestra sociedad. Lo pueden ver ustedes en la gente de su entorno con pequeñas actitudes del día a día, o lo pueden ver en cómo se enfrentan a grandes problemas. No son tan significativos los hechos y su relativa importancia, como saber qué es lo que la gente que les rodea lleva verdaderamente por dentro. Y para no perder el sentido de la autocrítica, apliquen primero el “Conócete a ti mismo” de Sócrates, no vaya a ser que estén viendo la paja en el ojo ajeno… En el caso de aquellos individuos que, sin ser conscientes de cómo ellos mismos relativizan los errores propios y maximizan los ajenos, tras este inequívoco signo de autoindulgencia, viene posteriormente la inherente autocomplacencia: se acaban creyendo su ilusoria sensación de perfección, y acaban viviendo en un irreal estado de satisfacción consigo mismo cuya peligrosa toma de contacto con la realidad puede conllevar desastrosos efectos sobre su bienestar psicológico.

Por otro lado, también es cierto que, a las personas que reconocen sus errores y retrasos, les suele ocurrir que en su entorno profesional, los «listos», conocedores de su actitud, cuando han de imputar un retraso propio a alguna otra causa ajena, tratan por todos los medios de que las culpas recaigan sobre esas personas, dado que si encajan bien la responsabilidad sobre su tejado, saben que las van a asumir como propias. No les diré qué opino sobre este tipo de «listos» cuando los detecto (se lo pueden imaginar), pero el patrón habitual de comportamiento debería cambiar sensiblemente para con ellos, porque la comprensión sólo la merece quien sabe apreciarla, y por mucho que se puedan entender sus motivaciones y problemas, ello no implica que sus actitudes sean igualmente reprobables.

Al punto anterior de cómo está articulada ya la sociedad en nuestro país, por el cual el que es responsable y asume culpas, se las suele llevar todas en el mismo lado de la cara, añadiría el punto cultural que les cité antes, que no sé discernir si es causa o consecuencia de dichas actitudes: la cultura del éxito y el enfoque del fracaso. Las diferencias culturales entre España y otros países, como por ejemplo EEUU o Japón, es abismal. Basta con mirar un Curriculum Vitae de un español y de un norteamericano. El español sólo muestra los éxitos, como si la perfección profesional fuese una meta alcanzable y alcanzada. El norteamericano muestra también los fracasos, porque en la cultura laboral y empresarial estadounidense se entiende que el que se ha equivocado, ya ha aprendido de ello. Esto se considera un valor añadido frente a quien no ha tropezado en esa piedra, puesto que, como todos sabemos, cualidades personales aparte, aquí como mejor se aprende es de nuestros propios errores. Dignas de elogio son aquellas personas tan inteligentes (o tan empáticas) que logran aprender con la misma intensidad de los errores de los demás… se ahorran un amargo camino, pero son los menos. El egocentrismo y el egoísmo que citábamos antes tiene aquí otro aspecto negativo: nubla la vista de los individuos más allá de las consecuencias propias, no permitiéndoles aprender de las circunstancias de otros. Estarán de acuerdo ustedes en que, en cualquier caso, es un castigo justo, e incluso tal vez merecido.

El final autodestructivo de este tipo de conductas es algo a evitar a nivel personal y social, por lo que debemos entre todos pasar de la cultura del éxito a la cultura de la tolerancia al fallo, tal y como les comentaba antes, al igual que ocurre en otros países que citaba como EEUU o Japón, y que tan bien retrataba el colega tuitero @danielcunado en su post “La tolerancia al fracaso como motor de innovación”. A la vista están los resultados, no hay más que ver que tanto japoneses como norteamericanos nos llevan ventaja en este punto de vista concreto y sus consecuencias más directas: tejido industrial y tecnológico, innovación, patentes per cápita, calidad de la producción, tolerancia al fracaso y su inherente equilibrio psico-social, etc. y no tan directas: corrupción, aspiración al enriquecimiento rápido y fácil, falta de cultura del esfuerzo, educación errónea en los principios meramente cortoplacistas que se transmiten a los más jóvenes, valores equivocados, fines que justifican los medios, etc. Y es que detrás de este ansia sin medida del éxito porque sí hay muchas más consecuencias de las que ustedes imaginan. No lo duden, el éxito es cortoplacista y limitado generalmente al ámbito profesional, y la tolerancia al fallo es a largo plazo y con beneficios también personales. Elijan ustedes lo que más les interese, a partir de este punto la decisión ya depende únicamente de uno mismo.

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